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out of niagara

Tontos (Cuento)

La lluvia caía con verdadera furia sobre la colina atestada de pequeños cadáveres, el agua se arremolinaba en torno a ellos y luego los arrastraba ladera abajo cuando socavaba la blanda tierra que los sostenía. Al pie de la suave elevación, Jonás observaba la escena desde la seca y confortable protección de su traje de presión. Las diminutas gotas de agua resbalaban por el visor del casco y distorsionaban la escena hasta hacerla parecer irreal, incolora, carente de sentido... Negras nubes cargadas de plomo liquido surcaban el cielo, confiriendo al paisaje el toque justo de pesimismo. Uno de los pequeños cuerpos rodó hasta tocar la redonda puntera de su bota. Jonás sintió un estremecimiento; el Jercha tenía los rasgos distorsionados por el dolor, el vientre podrido por los efectos del metabolizador que el equipo de terraformación había distribuido por la tenue atmósfera del planeta. Sintió un estremecimiento que le recorrió la columna vertebral, algo parecido al lento reptar de una babosa reumática. Los Jerchas despedían un desagradable y pertinaz olor. Jonás dio gracias al cielo por contar con filtros que protegían su pituitaria de aquella incómoda sensación. La lluvia arreció, e1 dios del trueno estampó su martillo contra las nubes y el cielo se iluminó haciendo que todo pareciera más blanco, más puro. Una bandada de pájaros-aguja levantó el vuelo desde el bosquecillo de pinos enanos que se encontraba a la izquierda. El trueno retumbó en los oídos de Jonás pese a los filtros auditivos de su plastificado yelmo. Es hora de irse, pensó. Dio la espalda al túmulo y apartó el cadáver de su camino, luego echó a andar a buen paso hacia el domo donde le esperaban sus compañeros. Sus botas levantaban pequeñas olas en los charcos, olas que se detenían por un momento en el aire y luego volvían a caer lentamente hacia el suelo, las gotas más pequeñas flotaban como pequeñas burbujas de jabón debido a la baja gravedad del planeta. Un grupo de ardillas-serpiente le observaba con curiosidad desde la vereda del desdibujado sendero. "¿Qué hemos hecho aquí?", se preguntó, "¿Sobrevivirán todos ellos cuando nos hayamos ido?" Katty creía que sí. Era la principal especialista en exogenética y sostenía que las especies cruzadas no tendrían problemas en adaptarse a la terraformación. Jonás levantó la vista y contempló la inmensa estructura del modificador de atmósfera que se levantaba en la lejanía, allí donde antes se había erigido el antiguo poblado Jercha. A la derecha del sendero, un enjambre de fertilizadores, como diminutos helicópteros de color verde, esparcían las semillas mutadas que cambiarían la fisiología de las plantas autóctonas para que no murieran en el proceso de aquel lavado de cara a escala planetaria.

Jonás llegó al domo. La cúpula plástica mostraba los efectos de la corrosión y de la lluvia ácida, algunas manchas parduzcas señalaban los asentamientos de líquenes y hongos que se habían adaptado hasta hacer del plástico el principal elemento de su metabolismo. Se extinguirían en cuanto los terrestres abandonaran el planeta, los componentes del modificador de atmósfera eran excesivamente metálicos. Penetró en la esclusa y oyó el familiar silbido del aire que se compensaba con la presión interior. Khalnikov le estaba esperando sentado en la mesa de reuniones con cara de pocos amigos, frotándose las espesas cejas con ambas manos. Mala señal, cuando el jefe de la expedición hacía aquel gesto significaba que iba a rodar alguna cabeza.

--Por fin has llegado.

--No estoy de servicio --masculló Jonás sentándose frente a él--, puedo emplear mi tiempo libre en lo que me plazca.

--Estás obsesionado con esos malditos Jerchas, Smithson me ha comunicado que a duras penas estás dentro de los márgenes permitidos de tensión.

--El loquero no es el más indicado para quejarse de mí, no soy yo el que aúlla por las noches y le grita a los fantasmas que quieren poseerle.

--Smithson sigue siendo el más cualificado para revisar nuestras reacciones.

Los dos hombres se miraron en silencio. Un sonido grave, un rumor de voces profundas como grutas sin fondo se alzó en el aire e hizo que todo el domo retumbara con un eco armónico. El sonido subía y bajaba siguiendo una hermosa escala, un canto de sirena alienígena compuesto de acordes que conmovían el corazón y el alma.

–Es la tribu del norte –comentó Jonás–, saben que les queda poco tiempo de vida. El túmulo de la tribu del este fue levantado esta mañana.

–Y tú has estado allí para verlo, ¿no? –Khalnikov resopló y adoptó un tono conciliador–: No podemos hacer nada. Necesitamos este planeta para nuestro pueblo. Ellos eran apenas unos millares, una raza de genética decadente abocada a la desaparición.

–Pero cantan, escriben, pintan cuadros que dejarían pasmado a Goya, a Picasso, a Babji-Rumiko, a... Componen obras musicales que dejarían a la altura de la mierda al propio Mozart... ¿Merece la pena? ¿Crees que un puñado de bárbaros humanos es más valioso que toda la cultura de los Jerchas?

–¿Bárbaros? –Khalnikov se levantó como un poseso y dio un puñetazo sobre la mesa mientras su cara enrojecía-- ¿Bárbaros? ¡Estás hablando de nuestra gente, joder!

Jonás aguantó los rayos de furia que despedían los ojos de su jefe, se incorporó y volvió a salir del domo escuchando tras él los gritos de Khalnikiv, sonidos soeces que enturbiaban la belleza del canto de muerte de los Jerchas.

Giró a la izquierda del sendero en dirección al norte. Cuando llegó a la aldea Jercha encontró a todos sus habitantes reunidos en la plaza, con las manos entrelazadas y los rostros vueltos hacia la lluvia. Se encomendaban a sus dioses, fueran cuales fueran. Jonás tuvo la visión de un dios loco y terrible que permitía que sus criaturas perecieran bajo las garras de una horda de salvajes con la habilidad de saltar entre las estrellas. Esperó hasta que los últimos ecos de aquel canto celestial se perdieron entre las palmeras enanas y los bosques de helechos peregrinos. Entonces algunos rostros se volvieron hacia él y le sonrieron. Son tontos, pensó Jonás, estúpidos descerebrados que se dejan masacrar sin oponer resistencia. Pero él los amaba, sentía verdadera pasión por su arte, por su sentido de la estética que iba más allá de la capacidad de crear obras maestras para alcanzar un estado que Jonás denominaba en su interior pálpito-de-belleza.

El jefe de la tribu se le acercó. Su pequeña cara de simio estaba casi podrida por costras purulentas y arrastraba uno de sus pies, carcomido por la cangrena. Sin embargo, sonreía.
El Jercha se plantó frente a Jonás y le hizo señas para que se agachara. Éste dobló las piernas hasta que el cristal de su casco estuvo frente al rostro del hombrecillo. Jonás le sonrió y el Jercha soltó una pequeña risita que se convirtió en una tos convulsiva, escupió flema azulada, se limpió la boca con el dorso de la mano y luego se encogió de hombros en un gesto típicamente humano. Se quedó mirando al terrestre, como esperando alguna reacción, y luego sacó un pergamino de una de las mangas de la tosca túnica que era su única vestimenta.
Jonás lo tomó en sus manos y lo desenrolló en silencio.

Era su retrato. Los Jerchas habían dibujado su cara ruda y llena de cicatrices, una especie de esbozo al carboncillo pero con textura oleosa que captaba cada mínimo gesto de sus rasgos atrapados dentro del plástico de su casco. Le habían bosquejado sollozando, y las lágrimas parecían resbalar por la superficie del primitivo lienzo. Jonás nunca había visto mezclar con tanta habilidad el impresionismo con una técnica figurativa tan real.

–Gracias –susurró, sabiendo que el Jercha no entendería sus palabras.

Tampoco entiendo yo su canto, se dijo.

Y comenzó a desnudarse. Se liberó de las piezas que componían su traje protector y las arrojó a un charco de agua rojiza. Sintió la quemadura del aire en los pulmones, y los eczemas que se alzaban en su piel al contacto con los reactivos ácidos de la atmósfera. Al poco empezó a toser, a expulsar bolos de sangre coagulada por las moléculas que ellos mismos habían liberado en el aire de los Jerchas. Luego tomó la mano de su retratista, se dirigió al grupo que todavía estaba muriendo en el centro de la plaza y aferró la mano de otro de ellos. Los Jerchas entendieron perfectamente lo que les pedía:

–Enseñadme a cantar, tontos –logró articular a pesar de la tos que cortaba en pedazos sus pulmones–, enseñadme a cantar...

Neo debe morir

Neo debe morir

Sabía que Neo moriría desde mucho antes de ver Matrix: Revolutions. Dejando aparte la secuencia lógica de acontecimientos, y el carácter evidentemente mesiánico de la película que llevaba al protagonista al sacrificio estilo nazareno, lo supe por una cuestión, digamos, tangencial. Antes del estreno ya corrían por Internet varios cortes de su banda sonora original, uno de los cuales era el impresionante Neodammerüng, que en alemán viene a significar “El Ocaso de Neo”. No había que ser Sam Spade para sumar dos y dos y realizar la deducción correcta.

Así es que entré en la sala cinematográfica sabiendo que nuestro hierático héroe moriría sin remisión.

Me gusta Neo, es uno de esos personajes retorcidamente carismáticos que aparecen de tanto en tanto por nuestras pantallas. Es chulo (aunque conserva una cierta parte de infantil inocencia), viste de cuero negro, usa gafas que te cagas, y jamás tuerce el gesto o se le mueve un pelo. Vamos, un galán a la antigua usanza, tipo Victor Mature o alguien por el estilo. Neo es una vuelta de tuerca hacia el pasado de Hollywood, cuando las estrellas eran estrellas, y no hacía falta que (necesariamente) supieran conmovernos con sus interpretaciones; bastaba con que llenasen la pantalla con su presencia, así el espectador se evadía de horizontes mundanos, soñando con experiencias sujetas a las leyes del universo del celuloide.

Neo ha muerto. ¿O no? El cine ya no es lo que era, y me temo que los Guachoskys no van a matar a la gallina de los huevos de oro tan fácilmente. En realidad, nadie le ha visto morir, sólo tenemos la impresión de que fue así, pero no la seguridad. Las máquinas retiraron su cuerpo, se lo llevaron hacia el interior de ese país de tinieblas en el que moran, una especie de sofisticado Mordor cibernético sobre el que se alza la figura engañosa y omnipresente del Arquitecto. ¿Murió su mente? Es cuestionable. Al fin y al cabo, la verdadera naturaleza de Neo es la de ser un código puente entre los dos mundos, una suerte de “algoritmo divino”, capaz de codificar y decodificar las realidades de ambas especies. Nada nos indica que esa capacidad, ese programa, esa alma, haya dejado de existir.

Con él mueren todos sus seguidores. Trinity, en primer lugar, María Magadalena del pozo de datos, fiel a Neo hasta el último desenlace, báculo en el que se apoya, puerto en el que se cobija, epítome de la pasión ciega que sólo una mujer enamorada es capaz de expresar… Smith, su antagonista, ese virus tocado por la divinidad del Hombre que se vuelve ambicioso y humano, demasiado humano, hasta el punto de caer en la trampa de las soberbia… Morfeo, que no sucumbe físicamente, pero que es abandonado como un San Pedro sin pautas, sin control, sin razón de ser, sin iglesia que levantar… El pueblo de Sión, enfrentado a la terrible encrucijada de elegir su destino…

Sí, por supuesto, Neo tenía que morir.

Descanse en paz… hasta la próxima entrega.

Ni una neurona en su sitio

Ya he vuelto. Tengo la cabeza como una coctelera después de pasarme trece horas saltando entre diversos trenes y estaciones de la España profunda desde Bilbao hasta Cádiz. Pero bien, gracias.

He visto paisajes estupendos, de los que salían en mi libro de sociales cuando yo era chiquetito.

He visto trenes de tebeo, de película cutre de los años cincuenta (tanto se parecían que casi esperabas ver salir a López Vázquez o a Gila de uno de los compartimentos).

He visto llover en el Norte, que no es como en el Sur.

He visto a doctores en biología molecular (con las venas un poco saturadas de alcohol etílico) explicando que el capitán Cook no cogía el escorbuto porque comía berzas fermentadas.

He visto a gente hasta los cojones de Ibarretxe y de Arzalluz.

He visto como se vende una página web con el método más coherente que me he encontrado jamás.

He visto Matrix: Revolutions (¡Por fin!)

He visto a un ejecutivo alemán meterse entre pecho y espalda una tortilla de coles y bacon a las siete menos cuarto de la mañana, regada con café.

He visto tantas cosas en menos de cuarenta y ocho horas que podría estar escribiendo toda la noche. Pero acabo de volver, estoy cansado, el sobre me llama... Y por culpa del traqueteo del tren, no tengo ni una neurona en su sitio.

Buenas noches.

El sabor del oro entre los dientes

A Juan Antonio Revuelta, que entiende las palabras de Crom...

Mañana me voy. Las bestias aullarán por mi partida, en las tabernas oscuras de los pueblos masacrados correrá la cerveza junto a mi nombre. Parto hacia las altas tierras del norte,
(Cimmeria, Hiboria, el Monte del Destino)
desde las marismas del sur del mundo, donde la canícula aprieta y los hombres taciturnos campan a sus anchas.

Mañana me voy. Vista al frente, orillando los caminos en busca de una estrella que me guíe. Desnudo, sin armas, buscando la razón y la experiencia para confesar que he vivido. Atrás quedarán la familia y los compañeros, al cuidado del fuerte, oteando sin descanso el horizonte en busca de un enemigo.

Mañana me voy, con el regusto amargo de las lágrimas bordeando mis labios resecos, tras hundir las raíces del silencio en grietas ardientes de desiertos olvidados. Escupiré palabras al viento, esperando recuperarlas algún día. Mientras, los buitres me escoltarán hasta las tumbas polvorientas de los guerreros olvidados por la Historia.

Mañana me voy. No os apenéis, me espera el batir de los tambores, tras las cordilleras de los montes empapados de sangre inocente. El beso de mi amada me reconfortará mientras me envuelve el descarnado filo de los vientos del páramo, más allá del Río Negro; las almas errabundas acariciarán mis cabellos cenicientos.

Mañana me voy. Quedad en paz.

Más allá del premio

Ayer tarde me llamó un tipo. Muy amable, se presentó como un cargo de la UPV de Bilbao, y me dijo que tenía el gusto de comunicarme que había ganado el primer premio del Certamen de Literatura Fantástica "Alberto Magno", convocado por la Universidad del País Vasco. Enhorabuena, me dice el hombre. Yo no sé qué decir, sobre todo en estos días y en estas horas, cuando uno llega cansado de la ingente labor que es cuidar a unos ciento cincuenta adolescentes, intentando enseñarles inglés, de paso.

Gracias, digo yo (me eduqué en un colegio de curas, algo de educación se me pegó). Le ha correspondido, dice él, la cantidad de... ¿Qué más da? Hoy es un día feliz. Mi mujer, que aguanta a mi lado carros y carretas, daba saltos de alegría, y me comía a besos. Como contrapunto surrealista, mi hija pequeña tenía una rabieta de campeonato y como que le importaba un pimiento eso del premio. Mientras, mi hijo mayor, que ahora empieza a pensar, filosofaba de forma incrédula negándose a creer que a alguien le pudieran dar dinero por golpear teclas tarde tras tarde.

La noticia voló como la pólvora entre mis allegados. Mi suegro me felicitó de inmediato. Ángel Torres, amigo y maestro, envió de inmediato un email de felicitación. Luego mis padres y hermanos. Mi padre, henchido de orgullo cual muñecote de Michelín, proclamaba que había que llamar a los periódicos (no, papá, déjalo, mejor cuando caiga el Planeta). Mi hermana gritaba, exultante... Una locura deliciosa, directamente extraída de la filosofía de los Hermanos Marx, pura felicidad durante unas horas, en las que todo sabe a celebración.

Ese es el verdadero premio. Saber que hay gente a la que le importas lo suficiente como para que se alegren de tus pequeños triunfos.

Gracias a todos.

Solaris, o el amor en tiempo lento...

<i>Solaris</i>, o el amor en tiempo lento...

Hoy he vuelto a ver Solaris, DVD con la versión de Soderbergh, no la de Tarkowsky. La he visto en tres ocasiones, una en inglés y dos en castellano, para apreciar los detalles desde todos los ángulos, incluyendo los puramente lingüísticos. Cada vez me gusta más esta historia de redención en el límite de lo desconocido.

No seré yo el que caiga en el error de comparar dos categorías estéticas distintas: ni el cine expresará jamás (salvo rarísimas y contadas excepciones) lo que transmite la literatura, ni la literatura conseguirá el impacto sensorial que produce el cine. Cada universo se rige por sus propias reglas, como muy bien sabemos los aficionados al género. Es cierto que no llega ni a hacerle sombra a la novela homónima de Stanislaw Lem en la que está basada, nadie va a negarlo, pero tampoco era necesario que lo hiciera. Está claro que se trata de un proyecto personal, fuera del mainstream de Hollywood, y, por tanto, estamos ante la visión sesgada de unos ojos que han podido ver en el relato escrito cosas muy diferentes. En este sentido, es evidente que cada lector haría un film muy distinto, y que no todos coincidirán en la cara del prisma que utilizarían.

Cuando leí que iban a hacer una nueva adaptación (la primera fue rusa, en 1972), y viniendo de donde venía, me temí que se iban a limitar a hacer otra película gore de terror espacial en el más puro estilo de Horizonte Final o Alien, aprovechando ese tufillo a historia de casa encantada que en ocasiones tiene la novela, ese poderoso terror psicológico que la invade. Creí que aprovecharían la percha de George Clooney para esbozar a un héroe macho machote al rescate de una doctora (doncella) en apuros rodeada por los extraños y malvados Visitantes de la Estación Solaris, en órbita alrededor de un planeta vivo, dominado por ese extraño océano cambiante con su particular código de conducta. Nada más lejos de la realidad. Me encontré con una oscura historia de amor y redención, profunda, cruel, manida por lo absolutamente humana… Cercana para muchos de nosotros: un esbozo patético de lo difícil que es la comunicación humana, sobre todo dentro de la pareja.

Los que hayáis leído la novela, sabéis que es precisamente ese uno de los puntos centrales del relato: el problema de la comunicación entre especies. Los Visitantes, esos extraños espectros materiales que encarnan los sueños más profundos de los humanos, parecen ser una sofisticada forma de intercambio de información entre la entidad Solaris y esas criaturas perdidas que son los hombres. Lo interesante es que, al igual que en la película, dichas formas parecen estar tan perdidas como los propios astronautas terrestres. Eso me da que pensar: cuando una entidad superior trata de rebajarse a nuestro nivel, a limitarse a presentarnos un reflejo especular de nosotros mismos, todo empieza a fallar. Nuestra imperfección, nuestra innegable tendencia a la entropía, acaba por arruinar cualquier intento de contacto racional.

La película me parece arriesgada para los tiempos que corren. Hay que verla con una cierta sensibilidad, incluso inocencia, abstrayéndose de intentar buscar en ella el cine de ciencia ficción al que nos han acostumbrado. No hay efectos especiales espectaculares, ni explicaciones pseudocientíficas (exceptuando el tema de bombardeos de antibosones) que nos calientan la cabeza. Hay amor en lentos flashbacks, y pecados capitales, y redención a través de una mente alienígena, y una música deliciosa y envolvente que te impide el más mínimo sobresalto, a pesar de estar lidiando con personajes muy cercanos a fantasmas que, en una atmósfera diferente, hubieran hecho que nos removiéramos en las butacas. Es una película delicada, que quizá necesite tantos visionados como los que yo me he tragado para entenderla en su totalidad.

Disfrútenla si aún no lo han hecho. Si la vieron y les decepcionó, concédanle una segunda oportunidad. A los que se han privado del placer de leer la novela, sólo recomendarles que intenten hacerse con ella. Le aseguró que acabarán soñando con poder contemplar el cambiante océano de la superficie de Solaris.

El lugar en el que navegan los sueños…

El bautismo de Gaia

El agua deslizándose por los cristales, en forma de pequeñas gotas huidizas que siguen patrones sólo predecibles por las matemáticas de Caos. Un contrapunto de gris plomizo en el horizonte, algodonoso o uniforme, depende de la borrasca que empuje al firmamento. Es la estación de las lluvias.

La ciudad huele a limpio cuando está recién bañada, como un niño pequeño tras la ablución diaria. Las calles son menos tristes, y los árboles respiran con fuerza en nuestros rostros. Crecen arroyuelos por las esquinas, que arrastran hojas anémicas, barcos improvisados para hormigas errabundas.

Y los niños saltan charcos, porque son niños. Sus madres, preocupadas por los virus y bacterias que campan a sus anchas en el húmedo ambiente, corretean tras ellos, increpándoles, cogiéndoles en volandas cada vez que sus cortas piernas dan un brinco en dirección a esa diminuta superficie de agua. En realidad, sienten envidia, porque una vez fueron como ellos. En la mirada de los infantes habitan sueños, y no cuesta imaginar que se creen piratas, mandoble en mano, afianzados a las jarcias, escudriñando el horizonte en busca de un barco inglés al que asaltar…

Llega la bendición de las tormentas, la única señal que nos queda de que, en verdad, seguimos vivos.

ATRACCIÓN INTENSA (Cuento)

ATRACCIÓN INTENSA (Cuento)

La sonda se sentía molesta, en la medida en que una matriz IA puede estarlo. Hasta el momento, tras largos siglos de viaje a través del cosmos, había sido incapaz de llevar a cabo la misión para la que había sido programada. La simple existencia de esa causalidad producía en su interior flujos y reflujos de información no extrapolable que un analista humano hubiera calificado como ansiedad.

Penetraba a baja velocidad en los dominios de la tercera estrella que visitaba. Hacía ya tiempo que había sido lanzada, junto con otras, desde una nodriza científica que flotaba entre las grandes explotaciones mineras del Oört de su sistema natal. Sus creadores habían insertado en sus bancos de memoria una serie de objetivos que tendría que visitar: soles de magnitud similar a la del suyo propio que pudieran tener planetas alrededor. Respondería a los pozos de gravedad como una polilla a cualquier fuente luminosa. Sensores gravitotrópicos, los llamaban. La sonda, en un nivel desconocido para las categorías humanas, moría de deseo. Le consumía una pasión aterradora por sentir aquella atracción intensa que sus terminales debían captar desde un cierto número de pársecs.

La primera estrella que visitó fue Centauro, la más cercana a su propio sol: un poco más de cuatro años luz. En realidad se trataba de tres soles que giraban entre sí creando un sistema dinámico realmente envidiable. Uno giraba en torno a otro, mientras que un tercero lo hacía orbitando el sistema de los dos anteriores. Se había acercado con la esperanza de que tal riqueza de radiación habría provocado la aparición de la vida en algún planeta atrapado por aquella colosal marea de fuerzas. Sin embargo, tuvo que utilizar el efecto honda para escapar de allí: hacía demasiado calor. Las heliosferas de las Tres Brujas (las había llamado así en un arranque de inventiva que sus programadores no habían sido capaces de prever) creaban una monumental galerna cósmica que impedía una aproximación viable a sus inmediaciones. Era un espectáculo digno de contemplarse; a través de un espectrógrafo. Los vientos solares cargados de partículas habrían alterado todos sus componentes, o, al menos, eso fue lo que estimó el Navegante, su única compañía. Una IA menor que se dedicaba a evaluar riesgos y a jugar al ajedrez con ella, principalmente.

Sintió que algo desconocido se movía dentro de ella. Se lo comunicó al Navegante. Éste se encogió de hombros (en realidad comenzó a calcular sucesiones monótonas; cada ser pensante tiene su modo de expresar las cosas) y le pidió que restringiera aquella tendencia a desperdiciar asignaciones de memoria en valores que no eran necesarios para el desarrollo de la misión.

Siguieron la trayectoria sugerida por los programadores. El Navegante fijó el curso en dirección a la constelación del Can Mayor, hacia el sistema binario de Sirio, a algo más de ocho años luz de su sol de origen. Tardaron mucho tiempo en llegar allí, tiempo durante el cual la sonda durmió sin soñar hasta que el Navegante (que sí había estado ocupado recopilando datos para futuras rutas) le despertó para informarle de que estaban en el perímetro de influencia de las dos estrellas. Le hizo saber que harían una aproximación cenital sobre la principal, y que estaba muy interesado en realizar estudios sobre la menor, una enana blanca de gran densidad que emitía radioondas en una frecuencia que le resultaba extraña. La sonda estuvo de acuerdo con él y se preparó, en silencio, procurando que su compañero no notase la excitación que le embargaba. Ansiaba sentir el empuje de la gravedad planetaria sobre sus sensores.

Desplegó todas sus armas de medición para realizar un exhaustivo estudio del sistema. Orientó las antenas en todas las direcciones posibles y bombardeó con haces direccionales todos los objetos que lo componían hasta que creyó captar una débil señal gravítica. El objeto se hallaba en aquellos momentos en la parte posterior de la estrella principal, así que ordenó al Navegante que reajustara la derrota para realizar una órbita elíptica a su alrededor. Los datos no tenían un grado muy alto de fiabilidad, dado que las radiaciones emitidas por la enana blanca perturbaban los instrumentos de un modo que no había sido contemplado en las previsiones. Pero la sonda confiaba en ellos, algo (sus creadores nunca habrían creído que una IA pudiera desarrollar nada parecido a la intuición) le decía que pronto iba a sentir el pozo de gravedad sobre sus paneles.

Empezaron a describir la parábola. Para encontrarse con la decepción.

Antes de completar la mitad del recorrido, el Navegante le informó de que estaba recibiendo señales en una banda restringida a las comunicaciones internas. Aquello era imposible, pues significaría que los programadores habían llegado a aquel sistema antes que ellos. Ordenó a su compañero que estableciera contacto usando la misma frecuencia. El Navegante así lo hizo.

Era algo que no esperaban. Otro explorador estelar, lanzado al mismo tiempo que ellos, había llegado a Sirio hacía ya algún tiempo, y se dedicaba al estudio del único planetoide que giraba en torno a la estrella principal. La sonda sintió deseos de desactivar todas sus funciones y morir, extinguirse en la nada de la información cero. El artefacto rival, en aquellos momentos girando en una órbita baja alrededor del pequeño cuerpo celeste, se ofreció a compartir los datos de sus descubrimientos, referentes a ciertos líquenes con base orgánica de silicio que crecían sobre las rocas cristalinas de la única cordillera que cruzaba el pequeño planeta de parte a parte. El Navegante se mostró ansioso por hacerlo, pero la sonda le ordenó salir de allí con la mayor rapidez posible. Pensaba que no era justo, que debería haber sido ella la primera en llegar al pozo de gravedad, en sentir su caricia, suave pero firme, sobre cada una de las terminaciones de sus sensores. El Navegante mostró una reacción cuasihumana por primera vez: se enfadó. Cortó las comunicaciones locales del módulo interior y se dedicó a representar curvas fractales en espacios multidimensionales. Prometió no restituir el intercambio de datos con ella hasta llegar a su próximo destino. La sonda no se inmutó, alguien había programado el orgullo como base de una de sus rutinas de comportamiento. Le encomendó que fijase una ruta aleatoria y se dedicó a soñar sin imágenes.

Así estuvo hasta que llegaron a Vega, constelación de Lira, estrella de primera magnitud, a veintiséis años luz de su hogar.

Mientras ingresaban en el sistema, el Navegante le comunicó que no había planetas orbitando la estrella. En su lugar, un cinturón de escoria y residuos cósmicos danzaba trazando una parábola a su alrededor. La sonda no sabía maldecir, pero lo hubiese hecho de buena gana. Su compañero de viaje le pidió instrucciones, no sin antes advertirle que tenían necesidad de recargar las células solares, y que la radiación que emitía Vega era magnífica por su pureza. Se trataba de una luminaria joven, de la gama azulada, más joven que el sol de sus programadores, y la energía que emitía era fresca. Un manantial de agua clara para los agotados acumuladores del módulo.

La sonda dejó la maniobra de anclaje en una de las rocas mayores a cargo del Navegante. La cosa tenía su gracia. Todo aquel conjunto de pedruscos, hielo y bloques de minerales en estado puro generarían los planetas del futuro sistema solar de Vega. Técnicamente habían descubierto un astro, aunque fuera en fase embrionaria. Pero la fuerza gravitatoria que la sonda ansiaba todavía no estaba presente, ni las caricias que podrían llegar a derretir la totalidad de sus circuitos. Se movieron lentamente, tardando casi un año solar, y llegaron a su destino: un asteroide metálico de tamaño considerable que facilitaría el amarre magnético. El Navegante pidió entonces permiso para retirarse y la sonda se lo concedió.

Quedó aislada, abandonada a su suerte mientras se completaba la recarga. Ni siquiera se había atrevido a pensar mucho en ello mientras el Navegante estaba despierto, pero tenía un plan. Arriesgado, con toda seguridad imposible, pero era su única esperanza. Anuló al Navegante. En términos humanos, lo asesinó. Esperó décadas hasta que las células de energía se cargaron hasta el límite. Calculó entonces lo que llamaba en su interior LA DESCARGA. No se dedicó a saborear el instante. Aplicó toda la energía que había acumulado durante años a aquel pedazo de roca metálica y generó una fuerza electromagnética tan intensa que salió despedida casi hasta los límites del sistema. Multitud de pequeños fragmentos asteroidales comenzaron de inmediato a agregarse a la fuente de magnetismo. La sonda no lo vio, estaba inconsciente.

Despertó millones de años después, cuando sus sensores fueron acariciados por el pozo de gravedad de un planeta agitado por cataclismos que brillaba débilmente a unos ocho minutos luz del sol. La semilla había crecido. Los programadores la habían diseñado para encontrar planetas viables. En las instrucciones no se mencionaba que no pudiera crearlos.

La sonda reactivó los sistemas. Su amante le esperaba.

Joder, no he visto Matrix Revolutions...

...y estoy que trino, bueno que si lo estoy. Para un ab-so-lu-to fan de la trilogía como yo, podríamos considerarlo casi un pecado. Unamos mi natural despiste a mi instrínseca confianza en que la gente es menos borrega de lo que parece y tendremos el porqué de esta mi debacle personal. En fin, como suele decir mi querida progenitora, más se perdió en Cuba.

¿Qué tiene la saga de Matrix que levanta pasiones? A estas alturas, gente mucho más letrada y preparada que yo ha intentado resolver esta cuestión, como siempre sin conseguirlo. Y creo que la razón es que se trata de una película estéticamente tan avanzada (a pesar de los préstamos cyberpunks y manga), tan sensorialmente impactante, que, en cierta medida, podríamos compararla con la poesía, en el sentido de que cada espectador ve e interpreta una película completamente distinta a la de su vecino de butaca. Haced la prueba: preguntad a amigos y familiares que os cuente el argumento, o el papel del hierático Neo dentro de la historia: os aseguro que no habrá dos respuestas iguales. Supongo que esa es la cualidad fundamental de una obra maestra, el forjar una dicotomía casi maniquea entre su público.

Conste que a mí no me preocupa el final de la saga, podríamos decir que me la trae al pairo. A estas alturas, es muy difícil sorprenderme. Ya lo dijo el amigo Asimov: cuando tú mismo empiezas a escribir, los argumentos ajenos dejan de parecerte interesantes y se convierten en predecibles. No he visto la tercera parte de la trilogía (esa es la razón --la excusa-- de este artículo), pero sé que no voy a equivocarme mucho. Paréceme a mí que los Güachoskys estos de tontos no tienen un pelo y seguro que serán coherentes. Neo tiene que morir, o, al menos, transfigurarse, pues toda la parafernalia mística (aunque esté teñida de filosofía oriental) se ciñe al dogma cristiano de el Elegido que se sacrificará por el bien de su pueblo. Por eso pienso que Neo (un anagrama de ONE --El Único, en inglés--, qué listos ellos), dará su vida por Sión, o se fundirá con el Agente Smith en una nueva especie de organismo cíbrido que unirá a hombres y máquinas en una nueva especie. Esto último es puro onanismo mental, pero queda bonito.

Como decía, no me interesa especialemente el destino de los personajes, ni siquiera si Sión (que, seguramente, se encuentra en una capa interna dentro de Matrix) cae o no, ni si hay muchas más realidades aparte de esta y la de las máquinas, ni si el Arquitecto o el Oráculo son programas o simplemente dos de los cien mil nombres de Dios... Estamos hablando de cine, y cuando hablamos de imagen, yo quiero que me dejen sentado en la butaca, boquear de puro placer visual, sentirme atravesado por esos claroscuros refulgentes, por ese movimiento de cámara en tiempo lento (término acuñado por Orson Scott Card en Un Planeta llamado Traición), ser salpicado por esa impactante lluvia que parece redimir hasta la más ruin de las escenas... Quiero disfrutar en una sala, con esa excelente banda sonora de reminiscencias cyberpunk que te mantiene la adrenalina en su nivel adecuado (en contrapunto con las frases sinfónicas habilmente engarzadas, dignas de Star Wars llegado el caso)... Un placer para los sentidos.

Desde aquí felicito a los que, al contrario que yo, fueron como hormigas aplicadas en espera del crudo invierno. Consiguieron su recompensa, ayer a las tres de la tarde. Me acordé de ellos, mucho, y de sus antepasados. Las cigarras somos así de rabiosas, y con cierta tendencia a las pataletas sin sentido.

TIERRA SAGRADA (Cuento)

TIERRA SAGRADA (Cuento)

En algún lugar más allá de la percepción de sus sentidos algo estaba sucediendo. Un rumor de estática, destellos sobre la superficie del hielo negro de protección de datos, entre las avenidas multicolores impregnadas del reflujo de información constante, insectos etéreos que aleteaban sin rumbo por un espacio vacío y, a la vez, abarrotado.

Algo o alguien se aproximaba sin intentar siquiera ocultarlo.

La transición a la consciencia fue rápida y dolorosa; caer dentro de un infierno de sensaciones corpóreas desde un paraíso de placer intangible. Aspiró el líquido salino que oxigenaría sus pulmones. Parpadeó para humedecer sus ciegos y secos ojos. Un nanosegundo antes de reincorporarse a su trémula prisión de músculos y carne, su copro ya había solicitado al kernel central un informe de daños estimados y una simulación de pautas de contención a partir de los vectores de aproximación. Cuando tomó el control completo y absoluto de su sistema neural, Thais ya sabía lo que tenía que hacer.

Sus dedos aletearon sobre el pad, una superficie ligeramente abultada en la pared derecha de la vaina de privación sensorial en la que se hallaba: dejaba atrás su Tierra Sagrada. Levantó barreras refulgentes de fagos cuánticos que dispuso alrededor de la matriz a proteger, en una envidiable y perfecta triangulación que abarcaba un arco capaz rayano en lo exquisito. Las primeras hordas de quantas enfurecidas se estrellaron contra la barrera y desaparecieron en la espuma cuántica, como granos de arena en medio de un mar embravecido por la galerna. Objetivo conseguido. Estrategia de defensa con una efectividad del cien por cien. Un estallido de placer en la base de su columna vertebral, un orgasmo que se arrastró por su espina dorsal con la placentera lentitud de un caracol anciano. El terrón de azúcar para recompensar a la bestia de carga.

–Escáner neural –anunció una vocecilla metálica dentro de las paredes de su cráneo–. En proceso.

Thais no sintió nada especial. Podría haber seguido el barrido, la trayectoria del haz, electrón por electrón si lo hubiese deseado, estado cuántico por estado cuántico hasta completar los treinta y dos niveles. Pero los juegos hacía tiempo que habían perdido su encanto.

–Completado con éxito. No hay daños pertinentes.

Se preparó para volver de nuevo al mundo que conocía, lejos de la oscura humedad de la vaina. Antes de hacerlo pidió una estadística de retornos y descubrió con un cierto temor que los ataques se producían cada vez en intervalos de tiempo más cortos. Apenas cincuenta segundos desde la última vez, aunque Thais hubiera jurado que habían transcurrido semanas de gloriosa quietud en el Otro Lado. Reconoció la vieja pauta en cuanto reflexionó un poco. Era una táctica IA tan antigua como efectiva.

Ataques cortos, con pocas unidades, ejecutando una función exponencial con respecto al tiempo para mermar la capacidad de respuesta del enemigo, esperando que éste agotase sus recursos en defensas cada vez más abiertas mientras se preparaban escuadras avanzadas de oponentes más evolucionados que, más tarde o más temprano, lograrían abrir una brecha y asestar el golpe mortal y definitivo.

Thais no podía creer que el enemigo estuviese utilizando algo tan simple y arcano. En cierta forma lo consideraba una ofensa en toda regla: no había ninguna megacorp sobre la colonia que dudase de la efectividad del sistema de protección de datos de la KaiWaYama, no existía nadie tan loco como para creer que iban a traspasar las defensas con procedimientos tan burdos, tan obsoletos... Aunque, bien pensado, Thais se dio cuenta de que hablaba sólo por su propia preparación. Únicamente conocía a un par de individuos dentro de las vainas del Cinturón, y le constaba que su entrenamiento era magnífico. Pero, ¿y el resto? ¿Quiénes eran? ¿De dónde procedían? ¿Podía la compañía arriesgar la inversión que se escondía en las monolíticas columnas de datos bañadas en hielo negro dejando el blindaje en sus manos? Era de suponer que sí.

Las alarmas se activaron de nuevo, y Thais cayó en la cuenta de que debido a sus reflexiones la respuesta al ataque había llegado un picosegundo más tarde de lo debido. Aquello bajaría considerablemente el percentil de efectividad. Antes de que pudiese empezar a desplegar su estrategia, sintió una especie de mareo desconocido, un vahído con tintes nuevos que le atenazó la nuca con afilados garfios de escarcha puntiaguda. De forma refleja pidió un análisis de su sistema neural. Sobre su retina se desplegaron las familiares nubes de datos de tono azulado. Esquemas, cifras, diagramas de flujo... Allí estaba. Todo el alarde de infantería cuántica no había sido más que una tapadera para que dejara parcialmente de lado las pantallas físicas y obviara una brecha los bastante amplia como para que aquel maldito mecanovirus se introdujera en su sistema orgánico.

Tuvo un momento de pánico, pero aun así levantó las barreras usuales de contención. Pidió un mapa de situación, sintiendo que cada vez tenía menos control sobre su cuerpo físico. Las columnas de datos se apartaron hacia un lado y las micropantallas retinales exhibieron una cuadrícula en la que se detallaba su posición virtual dentro del sistema de protección de información. Notó que tenía la respiración agitada, el pecho ardiendo en un fuego sin llamas, los músculos agarrotados por la tensión de querer mantenerse operativo... ¿Qué sucedería si él caía? No había muchos guardias de refuerzo en la colonia debido a la escasez momentánea de población. Podrían... Estaba divagando. En cierto sentido, sucumbiendo. No podía distraerse ahora. Envió sondas hacia las zonas de aproximación que el módulo táctico extrapolaba en función de ataques anteriores. No había nada, era como si nunca hubiese existido el enemigo. Debería haber rastros por todas partes. Colas de impresión abandonadas, backups residuales de los formateos de sistemas locales menores, circuitos internos de virus desgajados flotando en la atmósfera cargada del espacio virtual... Algo. Pero todo parecía limpio, todo menos su propio cuerpo.

Escuchaba su propia respiración de fondo, acuosa, burbujeante. Notó que unos finos arroyos de líquido amniótico surgían de su nariz. Apestaban. Era el aroma de la decadencia, de la podredumbre. Solicitó un informe médico de urgencia, y sintió que delgadas agujas penetraban en su piel mientras un millar de electrodos se adherían a ella. A pesar de ello, siguió rastreando el perímetro, intentando que el cansancio que le invadía no entorpeciera su capacidad de análisis y respuesta. Llevaba toda su vida consciente luchando por la empresa, y no estaba dispuesto a defraudar al Consejo. De ningún modo. Antes entregaría su vida si era necesario.

Transcurrieron quince o veinte segundos antes de que el informe médico llegara a sus retinas. El diagnóstico confirmaba sus peores sospechas. Infección Viral Masiva. Thais subvocalizó la orden necesaria para que el autodoc comenzase a aplicarle de inmediato un tratamiento de choque. Sintió que un torrente de fluidos penetraba en su carne y se extendía por cada fibra de su ser. Esperó alguna mejoría mientras se convulsionaba con temblores y espasmos cada vez más frecuentes.

–Se recomienda fuga temporal para evaluación de daños –oyó la voz del copro distorsionada por el bombeo de sangre que martillaba su cerebro.

Huir al Otro Lado, por supuesto. Caer en los brazos de la Tierra Sagrada. En el intervalo las medicinas se encargarían de ponerle de nuevo en pie. Comenzó a ejecutar la maniobra de evasión, pero, sin previo aviso, sus músculos dejaron de obedecerle. Una laxitud infinita le invadió, atrayéndole hacia el reino del Vacío, de la Nada... Todas las alarmas comenzaron a sonar al unísono, entonando una enloquecida ópera que cantaba al dolor y al sufrimiento.

Thais dejó de pensar. Sobre sus retinas ciegas, superponiéndose a los diagramas de flujo y a las corrientes de datos, dos palabras refulgían en el centro del display, guiñando en destellos rojizos: MUERTE CEREBRAL.

* * * * *

La sucia nieve cubría la escotilla de la vaina, enterrada bajo tierra, y los reponedores tuvieron que palearla hasta dejar el teclado de acceso al descubierto. Hacía un frío de mil diablos. Los operarios estaban deseando acabar con el trabajo y volver cómodamente a sus casas, donde había estufas y esposas que les calentasen.

El capataz de la cuadrilla consultó la pequeña pantalla del pad hasta que dio con la clave que abriría la compuerta. Se la dictó a Jundfhar, un tipo acostumbrado a ese tipo de bailes. El gigantón la tecleó y la escotilla se deslizó hacia dentro y luego hacia un lado. Una columna de vapor blancuzco salió a la superficie.

–Santa mierda –maldijo Jundfhar–, huele como el infierno.

El resto de la cuadrilla se colocó las máscaras y bajaron a por los restos. Mientras, el capataz y un par de novatos sacaban el pequeño cuerpo envuelto en plásticos de la plataforma de carga del deslizador. Esperaron a que extrajeran el deforme cadáver de Thais antes de introducir al nuevo guardián.

–La gripe se está cargando a todos los señuelos –murmuró el capataz–. A todos.

–Mira su cara. Esta chiquilla hubiera sido una belleza si hubiese podido crecer–apuntó Jundfhar.

–Sí –el capataz evitó mirar el rostro de Thais–. Tienes toda la razón.

Haikus para el siglo XXI (I)

I

Cierran la noche
oscuros nubarrones;
traen el silencio.

II

Nanocódigos
vigilan mis creencias,
no mis lágrimas.

III

Un alma viene,
desciende de las alturas.
Habrá tormenta.

IV

El mar alienta
deseos de fugas vanas
hacia la espuma.

Simbiosis

A veces uno se bloquea y no sabe qué escribir. La página en blanco se torna entonces el peor de los monstruos conocidos, y parece mofarse de nuestra angustia, como si nos retara a rellenar su superficie con algo más que exabruptos sin sentido. Es el instante más solitario que concibo: un hombre solo contra la creación, atrapado en una especie de duelo místico que no todos son capaces de comprender.

Durante esos momentos críticos, la mente parece tomar la sustancia de un ladrillo introducido a presión dentro del cráneo, incapaz de realizar las oportunas y naturales conexiones dentro de la red neural. Las ideas son pegajosas, lentas, deslavazadas, como el mundo visto a través de un cristal empañado. Y nada surge de nuestro interior. Nos hemos quedado vacíos de repente, expulsados de un plumazo de ese universo de pensamiento en el que nos gustaría nadar.

Los psicólogos dicen que es el stress, el ansia de volcar palabras, lo que nos limita y nos impide crear. Nos recomiendan recostarnos en nuestro sillón y dejar la mente en blanco, desintegrar ese ladrillo denso y malvado a golpes de… nada. Dejar flotar el espíritu, hasta que se alce con dirección al infinito y llegue a algún lugar de maravilla en el que nunca hemos estado. Allí quizá conozcamos a alguien, o a varios alguienes, quién sabe. El problema es encontrar al adecuado, a ese personaje que posee una característica especial que le distingue del resto, que hace o dice cosas que a nadie podrían dejar indiferentes. Una vez que lo encontremos, es labor nuestra perder la timidez e invitarle a una copa, pedirle que nos cuente por qué caminos ha discurrido su vida, cómo llegó hasta ese lugar que ahora frecuentamos, qué espera conseguir con su estancia. Es posible que nos confiese sus intimidades, que abra su alma, depositando en nosotros una confianza que no merecemos.

Porque los escritores somos como sanguijuelas, agazapados en cualquier lugar, esperando encontrar a ese alguien que nos preste su vida para chupársela y verterla sobre las cuartillas. Después la disfrazaremos, la pintaremos con colores y texturas que sólo existen en nuestra imaginación, la haremos discurrir por senderos y escenarios a los que hemos llegado dejando vagar los ojos de la mente hacia el vacío en el que se reúne todo lo posible y lo imposible, hasta moldear una historia que a vosotros, los lectores, os pueda interesar.

En el fondo, todo es una cuestión de simbiosis.

Halloween, ¿de qué y de cuándo?

Halloween, ¿de qué y de cuándo?

A ver, todos ustedes, chicos y mayores menores de veinte años, ¿podrían decirme cuándo demonios han celebrado ustedes el puñetero Halloween? Porque yo no lo recuerdo. Quizá es que ya voy para viejo, o que en mi juventud me pasé con la absenta, todo es posible en este mundo nuestro de hoy en día.

Lo cierto es que no veo que nadie levante la mano. Natural, porque no hay un alma en este país, a no ser que tenga la desgracia de tener entre uno y ocho años, que sepa o recuerde cómo diablos se celebra esta fiesta que los grandes superficies se han sacado de la manga. Yo sé que nunca me he disfrazado de piltrafa humana antes de Febrero (tiempo en el que se celebran mis benditos carnavales de Cádiz), y que jamás he ido de puerta en puerta pidiendo a los vecinos que me dieran caramelos bajo la amenaza velada de hacerles una putada en caso de que me los negaran.

No, no señor. Nunca.

Porque en esta nación, y en cualquiera de sus autonomías federalistas, siempre se ha celebrado esta época con grandes ingestas de castañas y nueces, huesos de santo y panellets; con ramos de flores para honrar a los difuntos, en cementerios abarrotados y rebosantes de color, de olor a ropa nueva; y con representaciones de Don Juan, el siniestro, locuaz, y bribón Don Juan Tenorio, pervertidor de doncellas y crápula establecido, gallardo y pendenciero, saqueador de tumbas y borracho empedernido. Un tipo mucho más interesante que toda esa panda de seres supuestamente monstruosos que abarrotan las pesadillas de un pueblo tan infantil como el norteamericano.

Pero, no se engañen, todo es parte de una estrategia comercial muy bien planificada. Las grandes superficies tienen que cubrir un pequeño espacio vacío entre las rebajas de septiembre y la precampaña de navidad (hoy he comprado polvorones, turrones, y demás chucherías, contemplando asombrado los pasillos rebosantes de juguetes con opción a reserva). Como no hay un Dia de... a mano, nos endilgan el puñetero Halloween, para que nuestros retoños se vistan de mamarrachos y den por culo a los vecinos. Y es que, desgraciadamente, el disfraz de Don Juan no da para mucho en lo que a ventas se refiere, y las flores no son mercancía con la que poder trapichear si hay cadáveres de por medio.

Aunque, a más de uno, no le importaría mucho enfundarse las calzas y pillar a una buena Doña Inés en alguna apartada orilla...

Bienvenidos

Hola a todos, niños y niñas, monstruos y monstruas. Pasad todos a este imperio decadente que es Niágara, el último bastón de la humanidad pensante.
No querréis que me presente. ¿Para qué? Pocos serán los que lean estas líneas, aún menos los que se dignen a enviar sus comentarios. Sólo soy uno más de los olvidados, de los socialmente oprimidos, uno más de vosotros, los que llegan con fatiga a la puerta del fin de semana después de luchar contra leones y tigres durante cinco largos días. Porque uno tiene la impresión de que la sociedad civilzada no es más que otra suerte de jungla, más tecnológica y sofisticada, en la que debemos sobrevivir como podamos para no ser devorados por esos monstruos informes e invisibles que sólo necesitan nuestro número de cuenta corriente para masticarnos, o nuestro voto para cachondearse de nosotros... Me temo que la depresión planea sobre mi mente cansada.

Entrad, pues, como os digo, y disfrutad de un área no mediatizada en la que diré lo que me dé la gana en los términos que se me ocurran. Si alguien se ofende, que apague el navegador y visite los enlaces del Vaticano, me han dicho que son buenos para el alma y el espíritu. Mientras tanto, un consejo: no seáis buenos, los que os obligan a serlo suelen ser demonios disfrazados que después ríen a nuestras espaldas.

Bienvenidos.