Doy comienzo a la experiencia de escribir en esta bitácora una novela por entregas de corte fantástico, espero que les guste.
1
Plata rancia y magia nueva.
Famelius podía oler al elfo. Tenía un talento natural para ello. No sabía dónde se hallaba la maldita criatura, tantos cuerpos y razas en un espacio tan diminuto no ayudaban a su localización, pero sentía que se hallaba bastante cerca, en un radio de cinco o seis codos. Quizá se trataba de aquella figura embozada que se inclinaba sobre la mesa que la camarera atendía en aquellos momentos. La chica era una imbécil, sólo había que mirarla. No sería capaz de distinguir la cola de un dragón del látigo de un esbirro. Se removió en su asiento con nerviosismo. La captura del elfo no era asunto suyo, desde luego, pero le haría alcanzar cierto prestigio ante los ojos del capitán.
Giró la cabeza en la dirección de la mesa que ocupaba su superior.
El capitán Grandilus tenía a una de aquellas rameras grog sentada en sus rodillas, y bebía a grandes tragos de una inmensa pinta de cerveza. Terminó con el líquido, soltó un sonoro eructo y levantó la jarra de madera, agitándola en el aire, para que le escanciasen más. Otra de las sirvientas de la posada se apresuró a llegar hasta él sosteniendo una cuba de mediano tamaño sobre su cabeza, salpicando a la clientela a su paso. No le importaron los insultos que proferían los parroquianos: servir a Grandilus era evidentemente una tarea prioritaria.
Volvió a concentrarse en sus asuntos. Jugó con las tiras de carne estofada del plato que acababan de servirle. No tenía mucho apetito, y no se fiaba de la cocina de aquellos lugares. Corrían leyendas de boca en boca que hablaban sobre las prácticas caníbales de aquella parte de Trondheim. Famelius no solía hacer mucho caso a los cuentos de vieja que encontraba a su paso, pero lo cierto era que la chicha tenía un aspecto y un olor un tanto peculiar. Dejó caer el cubierto dentro de la escudilla y agarró el vaso de arcilla que aún no había probado. La peste a elfo le estaba poniendo enfermo.
Un juglar vestido con harapos ocupó el pequeño escenario que había junto a la salida de la cocina. Ante las señas del dueño, un sirviente de aspecto cansado se apresuró a encender los candiles que había a cada lado de la tarima de madera. Los parroquianos estallaron en vítores y comenzaron a golpear con sus jarras las superficies de las mesas, algunos silbaron, y las furcias empezaron a aplaudir. El bardo simuló no prestar mucha atención al júbilo que había despertado su presencia y dio la espalda al auditorio para afinar la pequeña arpa con filigranas de plata que portaba en sus manos. Se oyeron algunos silbidos, sobre todo del piso superior, y algunas piezas de pan rancio cayeron sobre las tablas. El músico no se inmutó lo más mínimo y siguió con su tarea hasta que, tras llevarse el instrumento al oído y rasguear las cuerdas, no se sintió seguro de que sonaría según su gusto. En ese momento se dio la vuelta, avanzó hasta el centro del escenario, y realizó una profunda reverencia ante los presentes.
Famelius, que había estado contemplando la escena sin mucho interés, volvió a concentrarse en el vino. Frente a su mesa, una pareja de enanos gruñones discutían sobre los impuestos que el Mayor había ordenado aplicar a las labores de plata rancia. Hablaban en voz alta, exagerando mucho las vocales (a la manera enana), confiados en que nadie de aquellos lugares sería capaz de entender su lengua. Estaban en un error. Famelius sí podía hacerlo. Sus labios se curvaron en una sonrisa, después tomó un sorbo de aquel brebaje de mierda. Si los enanos supieran que la espada que colgaba de su cinto estaba fabricada con aquel material...
De repente se quedó sordo.
Debería haber sospechado algo en el momento en que el bardo comenzó a cantar. No le había estado prestando demasiada atención, pero el público se había callado de súbito cuando el tipo empezó a farfullar su presentación. Fue en ese instante cuando las voces de los enanos se hicieron más nítidas; antes habían estado silenciadas por el bullicio de los clientes. Famelius no perdió más tiempo lamentando su descuido. Se levantó de la silla de un salto y echó mano de la plata que pendía de su cintura, arrojando al suelo la silla y la mesa con todo su contenido. Sin detenerse a calcular sus acciones se arrojó hacia la tarima mandoble en mano, dispuesto a acabar con la alimaña.
El elfo se estaba despojando de su disfraz, convencido de que todos cuantos habían caído bajo el poder de su hechizo no volverían a abrir los ojos para contarlo. Las orejas y la nariz le crecían poco a poco, desgarrando la carne rosada a su paso, picos carnosos en un rostro oscuro y afilado.
Y el hedor se hacía cada vez más insoportable.
Los harapos que habían cubierto su carne grisácea yacían arremolinados en torno a sus pies. El remedo de rostro humano, perlado de verrugas que supuraban un líquido infecto, se hinchaba y se desinflaba con cada golpe de respiración. El elfo aulló, pregonando a la noche su triunfo, y Famelius, que estaba a punto de aterrizar a su lado, aun sin oírle, sintió que cada una de las fibras de su ser se convertía en un cristal de escarcha y estallaba en mil pedazos.
La criatura detectó el movimiento y se encogió, poniéndose a la defensiva. Famelius cayó rodando sobre las desvencijadas tablas. Sin detener el impulso, se incorporó, y, girando sobre sí mismo, lanzó una estocada a ciegas que esperaba cercenar la cabeza del engendro. El elfo fue más rápido. Esquivó con desahogo el ataque de Famelius flexionando las cuatro extremidades hasta que su cuerpo esquelético tocó el suelo. Pequeñas cascadas de baba verdosa cayeron sobre la tarima formando un charco inmundo que empezó a corroer la madera.
Hijo de puta murmuró Famelius lanzándose de nuevo hacia su oponente.
El elfo le contemplaba desde el suelo con los ojos muy abiertos y una mirada que parecía inquieta flotando sobre ellos. No comprendía la causa de que Famelius no estuviera también idiotizado por su magia. Tensó la garganta y movió los labios, como entonando una suave canción de cuna, pero la interrumpió de inmediato en cuanto vio que el soldado avanzaba de nuevo dispuesto a ensartar su cuerpo. La punta de la espada pasó a escasos milímetros del repugnante rostro de la criatura, que consiguió revolverse en el último instante. La hoja se clavó en la madera, y la inercia desestabilizó a Famelius de forma tan brutal que salió despedido de la tarima, cayendo sobre los cuerpos anestesiados de los parroquianos. Quedó allí, desmadejado, asfixiado por le hedor a sudor corrompido por la excesiva ingesta de alcohol barato. Intentó incorporarse, recuperar su arma, pero una sensación de intenso peligro le dejó congelado, casi despojado de su capacidad de movimiento. De repente, más que oírlo, sintió un agudo grito que provenía de la tarima, una enfermiza vibración del aire que le envolvía.
La carne que le aprisionaba comenzó a agitarse, como sometida al tira y afloja de una invisible marea. Se escuchaban gruñidos sordos por doquier, respiraciones profundas y entrecortadas, la música de las bestias. Se incorporó, jadeando, y comprendió lo que iba a suceder. El descarnado beso de la muerte se cernía sobre sus rasgos contraídos por el dolor.
Vio al elfo en mitad de la tarima, triunfal, entonando su mágica cantinela con los esqueléticos brazos alzados hacia el cielo. Convocaba a sus ejércitos como un héroe de antaño, con la arenga muda del poder absoluto, de la más rendida posesión de cuerpos y almas. Famelius vio la inmensa mole de su capitán que destacaba entre la abigarrada masa de formas, tamaños, y razas; sus ojos habían perdido la humanidad, y su mirada la ferocidad del guerrero. Tragó una larga bocanada de aire. No tenía escapatoria posible, pero moriría llevándose a cuantos pudiera por delante.
Avanzó dando empellones entre los zombis que se preparaban para despedazarle sin piedad, derribando a todos los que podía a su paso. Los cuerpos caían y se levantaban inmediatamente, privados de la humana capacidad de sentir dolor. El elfo notó que Famelius había decidido plantar batalla, y volvió a bramar aquella canción maldita. Luego echó las zarpas al suelo y le espero a la manera de los engendros, con las garras extendidas y la espalda arqueada, presto a saltar sobre él. Famelius alcanzó el borde del escenario, sintiendo que sus ropas eran desgarradas por manos ansiosas que trataban de impedir a toda costa que la espada refulgente volviese a su poder. Rugió de dolor cuando sintió que unos dientes ansiosos mordían su pierna derecha, sus glúteos, su espalda. Trató de seguir, extendió el brazo, casi atrapó el mango de la plata hundida en la madera. Ante él, la criatura alzó el lomo y una fugaz centella de maldad cruzó sus pupilas hundidas. Iba a saltar sobre él.
Lo hizo. Famelius trató de escabullirse con sus últimas fuerzas, y, aun estando a las puertas del infierno, no pudo dejar de admirar la belleza, la perfección de aquel salto perfecto. El elfo trazó una delicada parábola, las fauces abiertas destilando aquella baba apestosa. Pero no llegó a su destino. En mitad de la curva, ante los ojos sorprendidos de Famelius, el engendro fue alcanzado por un delgado rayo de luz que iluminó la estancia y se llevó el hedor.
El haz de sólida luminiscencia no le atravesó el cuerpo. Se enroscó en torno a su podrida carne, como una serpiente cegadora, y lo mantuvo en el aire. El elfo luchaba por librarse de aquel abrazo, pero la delgada línea de fotones parecía hacerse más fuerte con cada uno de sus intentos. La criatura soltó un alarido que fue perfectamente audible, desprovisto de hechizos, y, de pronto, su cuerpo se dividió en dos mitades de salieron despedidas en sentidos opuestos, salpicando de vísceras verdosas todo cuanto había en un radio de varios codos.
La taberna quedó en silencio. Pronto empezaron a oírse gemidos apagados, suspiros, sollozos. Las manos que sujetaban a Famelius le liberaron lentamente, con los restos del hechizo todavía gobernando sus mentes confusas. Éste cayó al suelo, desmadejado, sin comprender todavía muy bien lo que había ocurrido, sangrando por muchas zonas de su cuerpo. Una mano enguantada se movió ante sus ojos incrédulos.
--Ha faltado poco la voz era tan dulce como el agua en la garganta del sediento. Voz de mujer, una alegre cascada despeñándose en un idílico estanque.
Famelius no pudo responder. Como pudo agarró la mano que le ofrecían y se dejó alzar con suavidad. Para ser una mujer era fuerte, muy fuerte. La desconocida le ayudó a sentarse en el borde de la tarima. A su alrededor los parroquianos, confundidos, pedían que alguien les explicase lo que había sucedido. Famelius apretó los ojos, se mordió los labios, tratando de soportar un dolor que le atravesaba como una flecha en la noche. Cuando los abrió contempló el rostro más hermoso del universo. Durante un instante eterno se perdió en aquellos grandes ojos glaucos, transparentes como el alma de un niño, en aquella boca de miel, en la plateada melena que se despeñaba por sus hombros y se perdía tras unos hombros perfectos...
--Toma dijo ella con una sonrisa, haciendo que un nuevo universo se creara en alguna parte--. Creo que esto es tuyo.
Famelius tomó la espada de manos de aquel ángel. Y supo que había sido bendecido. En la frente de la mujer brillaba el Signo, el Círculo y la Flecha, tan claros como el sol que despierta al amanecer. Quiso arrodillarse, pero un puñal de dolor se lo impidió.
¿Qué había hecho él, un tosco soldado de provincias, para ser salvado por una diosa?
(Continuará)