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out of niagara

Relatos, poemas...

NO HAY ESTRELLAS (I)

Doy comienzo a la experiencia de escribir en esta bitácora una novela por entregas de corte fantástico, espero que les guste.

1
Plata rancia y magia nueva.


Famelius podía oler al elfo. Tenía un talento natural para ello. No sabía dónde se hallaba la maldita criatura, tantos cuerpos y razas en un espacio tan diminuto no ayudaban a su localización, pero sentía que se hallaba bastante cerca, en un radio de cinco o seis codos. Quizá se trataba de aquella figura embozada que se inclinaba sobre la mesa que la camarera atendía en aquellos momentos. La chica era una imbécil, sólo había que mirarla. No sería capaz de distinguir la cola de un dragón del látigo de un esbirro. Se removió en su asiento con nerviosismo. La captura del elfo no era asunto suyo, desde luego, pero le haría alcanzar cierto prestigio ante los ojos del capitán.

Giró la cabeza en la dirección de la mesa que ocupaba su superior.

El capitán Grandilus tenía a una de aquellas rameras grog sentada en sus rodillas, y bebía a grandes tragos de una inmensa pinta de cerveza. Terminó con el líquido, soltó un sonoro eructo y levantó la jarra de madera, agitándola en el aire, para que le escanciasen más. Otra de las sirvientas de la posada se apresuró a llegar hasta él sosteniendo una cuba de mediano tamaño sobre su cabeza, salpicando a la clientela a su paso. No le importaron los insultos que proferían los parroquianos: servir a Grandilus era evidentemente una tarea prioritaria.
Volvió a concentrarse en sus asuntos. Jugó con las tiras de carne estofada del plato que acababan de servirle. No tenía mucho apetito, y no se fiaba de la cocina de aquellos lugares. Corrían leyendas de boca en boca que hablaban sobre las prácticas caníbales de aquella parte de Trondheim. Famelius no solía hacer mucho caso a los cuentos de vieja que encontraba a su paso, pero lo cierto era que la chicha tenía un aspecto y un olor un tanto peculiar. Dejó caer el cubierto dentro de la escudilla y agarró el vaso de arcilla que aún no había probado. La peste a elfo le estaba poniendo enfermo.

Un juglar vestido con harapos ocupó el pequeño escenario que había junto a la salida de la cocina. Ante las señas del dueño, un sirviente de aspecto cansado se apresuró a encender los candiles que había a cada lado de la tarima de madera. Los parroquianos estallaron en vítores y comenzaron a golpear con sus jarras las superficies de las mesas, algunos silbaron, y las furcias empezaron a aplaudir. El bardo simuló no prestar mucha atención al júbilo que había despertado su presencia y dio la espalda al auditorio para afinar la pequeña arpa con filigranas de plata que portaba en sus manos. Se oyeron algunos silbidos, sobre todo del piso superior, y algunas piezas de pan rancio cayeron sobre las tablas. El músico no se inmutó lo más mínimo y siguió con su tarea hasta que, tras llevarse el instrumento al oído y rasguear las cuerdas, no se sintió seguro de que sonaría según su gusto. En ese momento se dio la vuelta, avanzó hasta el centro del escenario, y realizó una profunda reverencia ante los presentes.

Famelius, que había estado contemplando la escena sin mucho interés, volvió a concentrarse en el vino. Frente a su mesa, una pareja de enanos gruñones discutían sobre los impuestos que el Mayor había ordenado aplicar a las labores de plata rancia. Hablaban en voz alta, exagerando mucho las vocales (a la manera enana), confiados en que nadie de aquellos lugares sería capaz de entender su lengua. Estaban en un error. Famelius sí podía hacerlo. Sus labios se curvaron en una sonrisa, después tomó un sorbo de aquel brebaje de mierda. Si los enanos supieran que la espada que colgaba de su cinto estaba fabricada con aquel material...

De repente se quedó sordo.

Debería haber sospechado algo en el momento en que el bardo comenzó a cantar. No le había estado prestando demasiada atención, pero el público se había callado de súbito cuando el tipo empezó a farfullar su presentación. Fue en ese instante cuando las voces de los enanos se hicieron más nítidas; antes habían estado silenciadas por el bullicio de los clientes. Famelius no perdió más tiempo lamentando su descuido. Se levantó de la silla de un salto y echó mano de la plata que pendía de su cintura, arrojando al suelo la silla y la mesa con todo su contenido. Sin detenerse a calcular sus acciones se arrojó hacia la tarima mandoble en mano, dispuesto a acabar con la alimaña.

El elfo se estaba despojando de su disfraz, convencido de que todos cuantos habían caído bajo el poder de su hechizo no volverían a abrir los ojos para contarlo. Las orejas y la nariz le crecían poco a poco, desgarrando la carne rosada a su paso, picos carnosos en un rostro oscuro y afilado.

Y el hedor se hacía cada vez más insoportable.

Los harapos que habían cubierto su carne grisácea yacían arremolinados en torno a sus pies. El remedo de rostro humano, perlado de verrugas que supuraban un líquido infecto, se hinchaba y se desinflaba con cada golpe de respiración. El elfo aulló, pregonando a la noche su triunfo, y Famelius, que estaba a punto de aterrizar a su lado, aun sin oírle, sintió que cada una de las fibras de su ser se convertía en un cristal de escarcha y estallaba en mil pedazos.

La criatura detectó el movimiento y se encogió, poniéndose a la defensiva. Famelius cayó rodando sobre las desvencijadas tablas. Sin detener el impulso, se incorporó, y, girando sobre sí mismo, lanzó una estocada a ciegas que esperaba cercenar la cabeza del engendro. El elfo fue más rápido. Esquivó con desahogo el ataque de Famelius flexionando las cuatro extremidades hasta que su cuerpo esquelético tocó el suelo. Pequeñas cascadas de baba verdosa cayeron sobre la tarima formando un charco inmundo que empezó a corroer la madera.

–Hijo de puta –murmuró Famelius lanzándose de nuevo hacia su oponente.

El elfo le contemplaba desde el suelo con los ojos muy abiertos y una mirada que parecía inquieta flotando sobre ellos. No comprendía la causa de que Famelius no estuviera también idiotizado por su magia. Tensó la garganta y movió los labios, como entonando una suave canción de cuna, pero la interrumpió de inmediato en cuanto vio que el soldado avanzaba de nuevo dispuesto a ensartar su cuerpo. La punta de la espada pasó a escasos milímetros del repugnante rostro de la criatura, que consiguió revolverse en el último instante. La hoja se clavó en la madera, y la inercia desestabilizó a Famelius de forma tan brutal que salió despedido de la tarima, cayendo sobre los cuerpos anestesiados de los parroquianos. Quedó allí, desmadejado, asfixiado por le hedor a sudor corrompido por la excesiva ingesta de alcohol barato. Intentó incorporarse, recuperar su arma, pero una sensación de intenso peligro le dejó congelado, casi despojado de su capacidad de movimiento. De repente, más que oírlo, sintió un agudo grito que provenía de la tarima, una enfermiza vibración del aire que le envolvía.

La carne que le aprisionaba comenzó a agitarse, como sometida al tira y afloja de una invisible marea. Se escuchaban gruñidos sordos por doquier, respiraciones profundas y entrecortadas, la música de las bestias. Se incorporó, jadeando, y comprendió lo que iba a suceder. El descarnado beso de la muerte se cernía sobre sus rasgos contraídos por el dolor.

Vio al elfo en mitad de la tarima, triunfal, entonando su mágica cantinela con los esqueléticos brazos alzados hacia el cielo. Convocaba a sus ejércitos como un héroe de antaño, con la arenga muda del poder absoluto, de la más rendida posesión de cuerpos y almas. Famelius vio la inmensa mole de su capitán que destacaba entre la abigarrada masa de formas, tamaños, y razas; sus ojos habían perdido la humanidad, y su mirada la ferocidad del guerrero. Tragó una larga bocanada de aire. No tenía escapatoria posible, pero moriría llevándose a cuantos pudiera por delante.

Avanzó dando empellones entre los zombis que se preparaban para despedazarle sin piedad, derribando a todos los que podía a su paso. Los cuerpos caían y se levantaban inmediatamente, privados de la humana capacidad de sentir dolor. El elfo notó que Famelius había decidido plantar batalla, y volvió a bramar aquella canción maldita. Luego echó las zarpas al suelo y le espero a la manera de los engendros, con las garras extendidas y la espalda arqueada, presto a saltar sobre él. Famelius alcanzó el borde del escenario, sintiendo que sus ropas eran desgarradas por manos ansiosas que trataban de impedir a toda costa que la espada refulgente volviese a su poder. Rugió de dolor cuando sintió que unos dientes ansiosos mordían su pierna derecha, sus glúteos, su espalda. Trató de seguir, extendió el brazo, casi atrapó el mango de la plata hundida en la madera. Ante él, la criatura alzó el lomo y una fugaz centella de maldad cruzó sus pupilas hundidas. Iba a saltar sobre él.

Lo hizo. Famelius trató de escabullirse con sus últimas fuerzas, y, aun estando a las puertas del infierno, no pudo dejar de admirar la belleza, la perfección de aquel salto perfecto. El elfo trazó una delicada parábola, las fauces abiertas destilando aquella baba apestosa. Pero no llegó a su destino. En mitad de la curva, ante los ojos sorprendidos de Famelius, el engendro fue alcanzado por un delgado rayo de luz que iluminó la estancia y se llevó el hedor.

El haz de sólida luminiscencia no le atravesó el cuerpo. Se enroscó en torno a su podrida carne, como una serpiente cegadora, y lo mantuvo en el aire. El elfo luchaba por librarse de aquel abrazo, pero la delgada línea de fotones parecía hacerse más fuerte con cada uno de sus intentos. La criatura soltó un alarido que fue perfectamente audible, desprovisto de hechizos, y, de pronto, su cuerpo se dividió en dos mitades de salieron despedidas en sentidos opuestos, salpicando de vísceras verdosas todo cuanto había en un radio de varios codos.

La taberna quedó en silencio. Pronto empezaron a oírse gemidos apagados, suspiros, sollozos. Las manos que sujetaban a Famelius le liberaron lentamente, con los restos del hechizo todavía gobernando sus mentes confusas. Éste cayó al suelo, desmadejado, sin comprender todavía muy bien lo que había ocurrido, sangrando por muchas zonas de su cuerpo. Una mano enguantada se movió ante sus ojos incrédulos.

--Ha faltado poco –la voz era tan dulce como el agua en la garganta del sediento. Voz de mujer, una alegre cascada despeñándose en un idílico estanque.

Famelius no pudo responder. Como pudo agarró la mano que le ofrecían y se dejó alzar con suavidad. Para ser una mujer era fuerte, muy fuerte. La desconocida le ayudó a sentarse en el borde de la tarima. A su alrededor los parroquianos, confundidos, pedían que alguien les explicase lo que había sucedido. Famelius apretó los ojos, se mordió los labios, tratando de soportar un dolor que le atravesaba como una flecha en la noche. Cuando los abrió contempló el rostro más hermoso del universo. Durante un instante eterno se perdió en aquellos grandes ojos glaucos, transparentes como el alma de un niño, en aquella boca de miel, en la plateada melena que se despeñaba por sus hombros y se perdía tras unos hombros perfectos...

--Toma –dijo ella con una sonrisa, haciendo que un nuevo universo se creara en alguna parte--. Creo que esto es tuyo.

Famelius tomó la espada de manos de aquel ángel. Y supo que había sido bendecido. En la frente de la mujer brillaba el Signo, el Círculo y la Flecha, tan claros como el sol que despierta al amanecer. Quiso arrodillarse, pero un puñal de dolor se lo impidió.

¿Qué había hecho él, un tosco soldado de provincias, para ser salvado por una diosa?

(Continuará)

Tontos (Cuento)

La lluvia caía con verdadera furia sobre la colina atestada de pequeños cadáveres, el agua se arremolinaba en torno a ellos y luego los arrastraba ladera abajo cuando socavaba la blanda tierra que los sostenía. Al pie de la suave elevación, Jonás observaba la escena desde la seca y confortable protección de su traje de presión. Las diminutas gotas de agua resbalaban por el visor del casco y distorsionaban la escena hasta hacerla parecer irreal, incolora, carente de sentido... Negras nubes cargadas de plomo liquido surcaban el cielo, confiriendo al paisaje el toque justo de pesimismo. Uno de los pequeños cuerpos rodó hasta tocar la redonda puntera de su bota. Jonás sintió un estremecimiento; el Jercha tenía los rasgos distorsionados por el dolor, el vientre podrido por los efectos del metabolizador que el equipo de terraformación había distribuido por la tenue atmósfera del planeta. Sintió un estremecimiento que le recorrió la columna vertebral, algo parecido al lento reptar de una babosa reumática. Los Jerchas despedían un desagradable y pertinaz olor. Jonás dio gracias al cielo por contar con filtros que protegían su pituitaria de aquella incómoda sensación. La lluvia arreció, e1 dios del trueno estampó su martillo contra las nubes y el cielo se iluminó haciendo que todo pareciera más blanco, más puro. Una bandada de pájaros-aguja levantó el vuelo desde el bosquecillo de pinos enanos que se encontraba a la izquierda. El trueno retumbó en los oídos de Jonás pese a los filtros auditivos de su plastificado yelmo. Es hora de irse, pensó. Dio la espalda al túmulo y apartó el cadáver de su camino, luego echó a andar a buen paso hacia el domo donde le esperaban sus compañeros. Sus botas levantaban pequeñas olas en los charcos, olas que se detenían por un momento en el aire y luego volvían a caer lentamente hacia el suelo, las gotas más pequeñas flotaban como pequeñas burbujas de jabón debido a la baja gravedad del planeta. Un grupo de ardillas-serpiente le observaba con curiosidad desde la vereda del desdibujado sendero. "¿Qué hemos hecho aquí?", se preguntó, "¿Sobrevivirán todos ellos cuando nos hayamos ido?" Katty creía que sí. Era la principal especialista en exogenética y sostenía que las especies cruzadas no tendrían problemas en adaptarse a la terraformación. Jonás levantó la vista y contempló la inmensa estructura del modificador de atmósfera que se levantaba en la lejanía, allí donde antes se había erigido el antiguo poblado Jercha. A la derecha del sendero, un enjambre de fertilizadores, como diminutos helicópteros de color verde, esparcían las semillas mutadas que cambiarían la fisiología de las plantas autóctonas para que no murieran en el proceso de aquel lavado de cara a escala planetaria.

Jonás llegó al domo. La cúpula plástica mostraba los efectos de la corrosión y de la lluvia ácida, algunas manchas parduzcas señalaban los asentamientos de líquenes y hongos que se habían adaptado hasta hacer del plástico el principal elemento de su metabolismo. Se extinguirían en cuanto los terrestres abandonaran el planeta, los componentes del modificador de atmósfera eran excesivamente metálicos. Penetró en la esclusa y oyó el familiar silbido del aire que se compensaba con la presión interior. Khalnikov le estaba esperando sentado en la mesa de reuniones con cara de pocos amigos, frotándose las espesas cejas con ambas manos. Mala señal, cuando el jefe de la expedición hacía aquel gesto significaba que iba a rodar alguna cabeza.

--Por fin has llegado.

--No estoy de servicio --masculló Jonás sentándose frente a él--, puedo emplear mi tiempo libre en lo que me plazca.

--Estás obsesionado con esos malditos Jerchas, Smithson me ha comunicado que a duras penas estás dentro de los márgenes permitidos de tensión.

--El loquero no es el más indicado para quejarse de mí, no soy yo el que aúlla por las noches y le grita a los fantasmas que quieren poseerle.

--Smithson sigue siendo el más cualificado para revisar nuestras reacciones.

Los dos hombres se miraron en silencio. Un sonido grave, un rumor de voces profundas como grutas sin fondo se alzó en el aire e hizo que todo el domo retumbara con un eco armónico. El sonido subía y bajaba siguiendo una hermosa escala, un canto de sirena alienígena compuesto de acordes que conmovían el corazón y el alma.

–Es la tribu del norte –comentó Jonás–, saben que les queda poco tiempo de vida. El túmulo de la tribu del este fue levantado esta mañana.

–Y tú has estado allí para verlo, ¿no? –Khalnikov resopló y adoptó un tono conciliador–: No podemos hacer nada. Necesitamos este planeta para nuestro pueblo. Ellos eran apenas unos millares, una raza de genética decadente abocada a la desaparición.

–Pero cantan, escriben, pintan cuadros que dejarían pasmado a Goya, a Picasso, a Babji-Rumiko, a... Componen obras musicales que dejarían a la altura de la mierda al propio Mozart... ¿Merece la pena? ¿Crees que un puñado de bárbaros humanos es más valioso que toda la cultura de los Jerchas?

–¿Bárbaros? –Khalnikov se levantó como un poseso y dio un puñetazo sobre la mesa mientras su cara enrojecía-- ¿Bárbaros? ¡Estás hablando de nuestra gente, joder!

Jonás aguantó los rayos de furia que despedían los ojos de su jefe, se incorporó y volvió a salir del domo escuchando tras él los gritos de Khalnikiv, sonidos soeces que enturbiaban la belleza del canto de muerte de los Jerchas.

Giró a la izquierda del sendero en dirección al norte. Cuando llegó a la aldea Jercha encontró a todos sus habitantes reunidos en la plaza, con las manos entrelazadas y los rostros vueltos hacia la lluvia. Se encomendaban a sus dioses, fueran cuales fueran. Jonás tuvo la visión de un dios loco y terrible que permitía que sus criaturas perecieran bajo las garras de una horda de salvajes con la habilidad de saltar entre las estrellas. Esperó hasta que los últimos ecos de aquel canto celestial se perdieron entre las palmeras enanas y los bosques de helechos peregrinos. Entonces algunos rostros se volvieron hacia él y le sonrieron. Son tontos, pensó Jonás, estúpidos descerebrados que se dejan masacrar sin oponer resistencia. Pero él los amaba, sentía verdadera pasión por su arte, por su sentido de la estética que iba más allá de la capacidad de crear obras maestras para alcanzar un estado que Jonás denominaba en su interior pálpito-de-belleza.

El jefe de la tribu se le acercó. Su pequeña cara de simio estaba casi podrida por costras purulentas y arrastraba uno de sus pies, carcomido por la cangrena. Sin embargo, sonreía.
El Jercha se plantó frente a Jonás y le hizo señas para que se agachara. Éste dobló las piernas hasta que el cristal de su casco estuvo frente al rostro del hombrecillo. Jonás le sonrió y el Jercha soltó una pequeña risita que se convirtió en una tos convulsiva, escupió flema azulada, se limpió la boca con el dorso de la mano y luego se encogió de hombros en un gesto típicamente humano. Se quedó mirando al terrestre, como esperando alguna reacción, y luego sacó un pergamino de una de las mangas de la tosca túnica que era su única vestimenta.
Jonás lo tomó en sus manos y lo desenrolló en silencio.

Era su retrato. Los Jerchas habían dibujado su cara ruda y llena de cicatrices, una especie de esbozo al carboncillo pero con textura oleosa que captaba cada mínimo gesto de sus rasgos atrapados dentro del plástico de su casco. Le habían bosquejado sollozando, y las lágrimas parecían resbalar por la superficie del primitivo lienzo. Jonás nunca había visto mezclar con tanta habilidad el impresionismo con una técnica figurativa tan real.

–Gracias –susurró, sabiendo que el Jercha no entendería sus palabras.

Tampoco entiendo yo su canto, se dijo.

Y comenzó a desnudarse. Se liberó de las piezas que componían su traje protector y las arrojó a un charco de agua rojiza. Sintió la quemadura del aire en los pulmones, y los eczemas que se alzaban en su piel al contacto con los reactivos ácidos de la atmósfera. Al poco empezó a toser, a expulsar bolos de sangre coagulada por las moléculas que ellos mismos habían liberado en el aire de los Jerchas. Luego tomó la mano de su retratista, se dirigió al grupo que todavía estaba muriendo en el centro de la plaza y aferró la mano de otro de ellos. Los Jerchas entendieron perfectamente lo que les pedía:

–Enseñadme a cantar, tontos –logró articular a pesar de la tos que cortaba en pedazos sus pulmones–, enseñadme a cantar...

ATRACCIÓN INTENSA (Cuento)

ATRACCIÓN INTENSA (Cuento) La sonda se sentía molesta, en la medida en que una matriz IA puede estarlo. Hasta el momento, tras largos siglos de viaje a través del cosmos, había sido incapaz de llevar a cabo la misión para la que había sido programada. La simple existencia de esa causalidad producía en su interior flujos y reflujos de información no extrapolable que un analista humano hubiera calificado como ansiedad.

Penetraba a baja velocidad en los dominios de la tercera estrella que visitaba. Hacía ya tiempo que había sido lanzada, junto con otras, desde una nodriza científica que flotaba entre las grandes explotaciones mineras del Oört de su sistema natal. Sus creadores habían insertado en sus bancos de memoria una serie de objetivos que tendría que visitar: soles de magnitud similar a la del suyo propio que pudieran tener planetas alrededor. Respondería a los pozos de gravedad como una polilla a cualquier fuente luminosa. Sensores gravitotrópicos, los llamaban. La sonda, en un nivel desconocido para las categorías humanas, moría de deseo. Le consumía una pasión aterradora por sentir aquella atracción intensa que sus terminales debían captar desde un cierto número de pársecs.

La primera estrella que visitó fue Centauro, la más cercana a su propio sol: un poco más de cuatro años luz. En realidad se trataba de tres soles que giraban entre sí creando un sistema dinámico realmente envidiable. Uno giraba en torno a otro, mientras que un tercero lo hacía orbitando el sistema de los dos anteriores. Se había acercado con la esperanza de que tal riqueza de radiación habría provocado la aparición de la vida en algún planeta atrapado por aquella colosal marea de fuerzas. Sin embargo, tuvo que utilizar el efecto honda para escapar de allí: hacía demasiado calor. Las heliosferas de las Tres Brujas (las había llamado así en un arranque de inventiva que sus programadores no habían sido capaces de prever) creaban una monumental galerna cósmica que impedía una aproximación viable a sus inmediaciones. Era un espectáculo digno de contemplarse; a través de un espectrógrafo. Los vientos solares cargados de partículas habrían alterado todos sus componentes, o, al menos, eso fue lo que estimó el Navegante, su única compañía. Una IA menor que se dedicaba a evaluar riesgos y a jugar al ajedrez con ella, principalmente.

Sintió que algo desconocido se movía dentro de ella. Se lo comunicó al Navegante. Éste se encogió de hombros (en realidad comenzó a calcular sucesiones monótonas; cada ser pensante tiene su modo de expresar las cosas) y le pidió que restringiera aquella tendencia a desperdiciar asignaciones de memoria en valores que no eran necesarios para el desarrollo de la misión.

Siguieron la trayectoria sugerida por los programadores. El Navegante fijó el curso en dirección a la constelación del Can Mayor, hacia el sistema binario de Sirio, a algo más de ocho años luz de su sol de origen. Tardaron mucho tiempo en llegar allí, tiempo durante el cual la sonda durmió sin soñar hasta que el Navegante (que sí había estado ocupado recopilando datos para futuras rutas) le despertó para informarle de que estaban en el perímetro de influencia de las dos estrellas. Le hizo saber que harían una aproximación cenital sobre la principal, y que estaba muy interesado en realizar estudios sobre la menor, una enana blanca de gran densidad que emitía radioondas en una frecuencia que le resultaba extraña. La sonda estuvo de acuerdo con él y se preparó, en silencio, procurando que su compañero no notase la excitación que le embargaba. Ansiaba sentir el empuje de la gravedad planetaria sobre sus sensores.

Desplegó todas sus armas de medición para realizar un exhaustivo estudio del sistema. Orientó las antenas en todas las direcciones posibles y bombardeó con haces direccionales todos los objetos que lo componían hasta que creyó captar una débil señal gravítica. El objeto se hallaba en aquellos momentos en la parte posterior de la estrella principal, así que ordenó al Navegante que reajustara la derrota para realizar una órbita elíptica a su alrededor. Los datos no tenían un grado muy alto de fiabilidad, dado que las radiaciones emitidas por la enana blanca perturbaban los instrumentos de un modo que no había sido contemplado en las previsiones. Pero la sonda confiaba en ellos, algo (sus creadores nunca habrían creído que una IA pudiera desarrollar nada parecido a la intuición) le decía que pronto iba a sentir el pozo de gravedad sobre sus paneles.

Empezaron a describir la parábola. Para encontrarse con la decepción.

Antes de completar la mitad del recorrido, el Navegante le informó de que estaba recibiendo señales en una banda restringida a las comunicaciones internas. Aquello era imposible, pues significaría que los programadores habían llegado a aquel sistema antes que ellos. Ordenó a su compañero que estableciera contacto usando la misma frecuencia. El Navegante así lo hizo.

Era algo que no esperaban. Otro explorador estelar, lanzado al mismo tiempo que ellos, había llegado a Sirio hacía ya algún tiempo, y se dedicaba al estudio del único planetoide que giraba en torno a la estrella principal. La sonda sintió deseos de desactivar todas sus funciones y morir, extinguirse en la nada de la información cero. El artefacto rival, en aquellos momentos girando en una órbita baja alrededor del pequeño cuerpo celeste, se ofreció a compartir los datos de sus descubrimientos, referentes a ciertos líquenes con base orgánica de silicio que crecían sobre las rocas cristalinas de la única cordillera que cruzaba el pequeño planeta de parte a parte. El Navegante se mostró ansioso por hacerlo, pero la sonda le ordenó salir de allí con la mayor rapidez posible. Pensaba que no era justo, que debería haber sido ella la primera en llegar al pozo de gravedad, en sentir su caricia, suave pero firme, sobre cada una de las terminaciones de sus sensores. El Navegante mostró una reacción cuasihumana por primera vez: se enfadó. Cortó las comunicaciones locales del módulo interior y se dedicó a representar curvas fractales en espacios multidimensionales. Prometió no restituir el intercambio de datos con ella hasta llegar a su próximo destino. La sonda no se inmutó, alguien había programado el orgullo como base de una de sus rutinas de comportamiento. Le encomendó que fijase una ruta aleatoria y se dedicó a soñar sin imágenes.

Así estuvo hasta que llegaron a Vega, constelación de Lira, estrella de primera magnitud, a veintiséis años luz de su hogar.

Mientras ingresaban en el sistema, el Navegante le comunicó que no había planetas orbitando la estrella. En su lugar, un cinturón de escoria y residuos cósmicos danzaba trazando una parábola a su alrededor. La sonda no sabía maldecir, pero lo hubiese hecho de buena gana. Su compañero de viaje le pidió instrucciones, no sin antes advertirle que tenían necesidad de recargar las células solares, y que la radiación que emitía Vega era magnífica por su pureza. Se trataba de una luminaria joven, de la gama azulada, más joven que el sol de sus programadores, y la energía que emitía era fresca. Un manantial de agua clara para los agotados acumuladores del módulo.

La sonda dejó la maniobra de anclaje en una de las rocas mayores a cargo del Navegante. La cosa tenía su gracia. Todo aquel conjunto de pedruscos, hielo y bloques de minerales en estado puro generarían los planetas del futuro sistema solar de Vega. Técnicamente habían descubierto un astro, aunque fuera en fase embrionaria. Pero la fuerza gravitatoria que la sonda ansiaba todavía no estaba presente, ni las caricias que podrían llegar a derretir la totalidad de sus circuitos. Se movieron lentamente, tardando casi un año solar, y llegaron a su destino: un asteroide metálico de tamaño considerable que facilitaría el amarre magnético. El Navegante pidió entonces permiso para retirarse y la sonda se lo concedió.

Quedó aislada, abandonada a su suerte mientras se completaba la recarga. Ni siquiera se había atrevido a pensar mucho en ello mientras el Navegante estaba despierto, pero tenía un plan. Arriesgado, con toda seguridad imposible, pero era su única esperanza. Anuló al Navegante. En términos humanos, lo asesinó. Esperó décadas hasta que las células de energía se cargaron hasta el límite. Calculó entonces lo que llamaba en su interior LA DESCARGA. No se dedicó a saborear el instante. Aplicó toda la energía que había acumulado durante años a aquel pedazo de roca metálica y generó una fuerza electromagnética tan intensa que salió despedida casi hasta los límites del sistema. Multitud de pequeños fragmentos asteroidales comenzaron de inmediato a agregarse a la fuente de magnetismo. La sonda no lo vio, estaba inconsciente.

Despertó millones de años después, cuando sus sensores fueron acariciados por el pozo de gravedad de un planeta agitado por cataclismos que brillaba débilmente a unos ocho minutos luz del sol. La semilla había crecido. Los programadores la habían diseñado para encontrar planetas viables. En las instrucciones no se mencionaba que no pudiera crearlos.

La sonda reactivó los sistemas. Su amante le esperaba.

TIERRA SAGRADA (Cuento)

TIERRA SAGRADA (Cuento) En algún lugar más allá de la percepción de sus sentidos algo estaba sucediendo. Un rumor de estática, destellos sobre la superficie del hielo negro de protección de datos, entre las avenidas multicolores impregnadas del reflujo de información constante, insectos etéreos que aleteaban sin rumbo por un espacio vacío y, a la vez, abarrotado.

Algo o alguien se aproximaba sin intentar siquiera ocultarlo.

La transición a la consciencia fue rápida y dolorosa; caer dentro de un infierno de sensaciones corpóreas desde un paraíso de placer intangible. Aspiró el líquido salino que oxigenaría sus pulmones. Parpadeó para humedecer sus ciegos y secos ojos. Un nanosegundo antes de reincorporarse a su trémula prisión de músculos y carne, su copro ya había solicitado al kernel central un informe de daños estimados y una simulación de pautas de contención a partir de los vectores de aproximación. Cuando tomó el control completo y absoluto de su sistema neural, Thais ya sabía lo que tenía que hacer.

Sus dedos aletearon sobre el pad, una superficie ligeramente abultada en la pared derecha de la vaina de privación sensorial en la que se hallaba: dejaba atrás su Tierra Sagrada. Levantó barreras refulgentes de fagos cuánticos que dispuso alrededor de la matriz a proteger, en una envidiable y perfecta triangulación que abarcaba un arco capaz rayano en lo exquisito. Las primeras hordas de quantas enfurecidas se estrellaron contra la barrera y desaparecieron en la espuma cuántica, como granos de arena en medio de un mar embravecido por la galerna. Objetivo conseguido. Estrategia de defensa con una efectividad del cien por cien. Un estallido de placer en la base de su columna vertebral, un orgasmo que se arrastró por su espina dorsal con la placentera lentitud de un caracol anciano. El terrón de azúcar para recompensar a la bestia de carga.

–Escáner neural –anunció una vocecilla metálica dentro de las paredes de su cráneo–. En proceso.

Thais no sintió nada especial. Podría haber seguido el barrido, la trayectoria del haz, electrón por electrón si lo hubiese deseado, estado cuántico por estado cuántico hasta completar los treinta y dos niveles. Pero los juegos hacía tiempo que habían perdido su encanto.

–Completado con éxito. No hay daños pertinentes.

Se preparó para volver de nuevo al mundo que conocía, lejos de la oscura humedad de la vaina. Antes de hacerlo pidió una estadística de retornos y descubrió con un cierto temor que los ataques se producían cada vez en intervalos de tiempo más cortos. Apenas cincuenta segundos desde la última vez, aunque Thais hubiera jurado que habían transcurrido semanas de gloriosa quietud en el Otro Lado. Reconoció la vieja pauta en cuanto reflexionó un poco. Era una táctica IA tan antigua como efectiva.

Ataques cortos, con pocas unidades, ejecutando una función exponencial con respecto al tiempo para mermar la capacidad de respuesta del enemigo, esperando que éste agotase sus recursos en defensas cada vez más abiertas mientras se preparaban escuadras avanzadas de oponentes más evolucionados que, más tarde o más temprano, lograrían abrir una brecha y asestar el golpe mortal y definitivo.

Thais no podía creer que el enemigo estuviese utilizando algo tan simple y arcano. En cierta forma lo consideraba una ofensa en toda regla: no había ninguna megacorp sobre la colonia que dudase de la efectividad del sistema de protección de datos de la KaiWaYama, no existía nadie tan loco como para creer que iban a traspasar las defensas con procedimientos tan burdos, tan obsoletos... Aunque, bien pensado, Thais se dio cuenta de que hablaba sólo por su propia preparación. Únicamente conocía a un par de individuos dentro de las vainas del Cinturón, y le constaba que su entrenamiento era magnífico. Pero, ¿y el resto? ¿Quiénes eran? ¿De dónde procedían? ¿Podía la compañía arriesgar la inversión que se escondía en las monolíticas columnas de datos bañadas en hielo negro dejando el blindaje en sus manos? Era de suponer que sí.

Las alarmas se activaron de nuevo, y Thais cayó en la cuenta de que debido a sus reflexiones la respuesta al ataque había llegado un picosegundo más tarde de lo debido. Aquello bajaría considerablemente el percentil de efectividad. Antes de que pudiese empezar a desplegar su estrategia, sintió una especie de mareo desconocido, un vahído con tintes nuevos que le atenazó la nuca con afilados garfios de escarcha puntiaguda. De forma refleja pidió un análisis de su sistema neural. Sobre su retina se desplegaron las familiares nubes de datos de tono azulado. Esquemas, cifras, diagramas de flujo... Allí estaba. Todo el alarde de infantería cuántica no había sido más que una tapadera para que dejara parcialmente de lado las pantallas físicas y obviara una brecha los bastante amplia como para que aquel maldito mecanovirus se introdujera en su sistema orgánico.

Tuvo un momento de pánico, pero aun así levantó las barreras usuales de contención. Pidió un mapa de situación, sintiendo que cada vez tenía menos control sobre su cuerpo físico. Las columnas de datos se apartaron hacia un lado y las micropantallas retinales exhibieron una cuadrícula en la que se detallaba su posición virtual dentro del sistema de protección de información. Notó que tenía la respiración agitada, el pecho ardiendo en un fuego sin llamas, los músculos agarrotados por la tensión de querer mantenerse operativo... ¿Qué sucedería si él caía? No había muchos guardias de refuerzo en la colonia debido a la escasez momentánea de población. Podrían... Estaba divagando. En cierto sentido, sucumbiendo. No podía distraerse ahora. Envió sondas hacia las zonas de aproximación que el módulo táctico extrapolaba en función de ataques anteriores. No había nada, era como si nunca hubiese existido el enemigo. Debería haber rastros por todas partes. Colas de impresión abandonadas, backups residuales de los formateos de sistemas locales menores, circuitos internos de virus desgajados flotando en la atmósfera cargada del espacio virtual... Algo. Pero todo parecía limpio, todo menos su propio cuerpo.

Escuchaba su propia respiración de fondo, acuosa, burbujeante. Notó que unos finos arroyos de líquido amniótico surgían de su nariz. Apestaban. Era el aroma de la decadencia, de la podredumbre. Solicitó un informe médico de urgencia, y sintió que delgadas agujas penetraban en su piel mientras un millar de electrodos se adherían a ella. A pesar de ello, siguió rastreando el perímetro, intentando que el cansancio que le invadía no entorpeciera su capacidad de análisis y respuesta. Llevaba toda su vida consciente luchando por la empresa, y no estaba dispuesto a defraudar al Consejo. De ningún modo. Antes entregaría su vida si era necesario.

Transcurrieron quince o veinte segundos antes de que el informe médico llegara a sus retinas. El diagnóstico confirmaba sus peores sospechas. Infección Viral Masiva. Thais subvocalizó la orden necesaria para que el autodoc comenzase a aplicarle de inmediato un tratamiento de choque. Sintió que un torrente de fluidos penetraba en su carne y se extendía por cada fibra de su ser. Esperó alguna mejoría mientras se convulsionaba con temblores y espasmos cada vez más frecuentes.

–Se recomienda fuga temporal para evaluación de daños –oyó la voz del copro distorsionada por el bombeo de sangre que martillaba su cerebro.

Huir al Otro Lado, por supuesto. Caer en los brazos de la Tierra Sagrada. En el intervalo las medicinas se encargarían de ponerle de nuevo en pie. Comenzó a ejecutar la maniobra de evasión, pero, sin previo aviso, sus músculos dejaron de obedecerle. Una laxitud infinita le invadió, atrayéndole hacia el reino del Vacío, de la Nada... Todas las alarmas comenzaron a sonar al unísono, entonando una enloquecida ópera que cantaba al dolor y al sufrimiento.

Thais dejó de pensar. Sobre sus retinas ciegas, superponiéndose a los diagramas de flujo y a las corrientes de datos, dos palabras refulgían en el centro del display, guiñando en destellos rojizos: MUERTE CEREBRAL.

* * * * *

La sucia nieve cubría la escotilla de la vaina, enterrada bajo tierra, y los reponedores tuvieron que palearla hasta dejar el teclado de acceso al descubierto. Hacía un frío de mil diablos. Los operarios estaban deseando acabar con el trabajo y volver cómodamente a sus casas, donde había estufas y esposas que les calentasen.

El capataz de la cuadrilla consultó la pequeña pantalla del pad hasta que dio con la clave que abriría la compuerta. Se la dictó a Jundfhar, un tipo acostumbrado a ese tipo de bailes. El gigantón la tecleó y la escotilla se deslizó hacia dentro y luego hacia un lado. Una columna de vapor blancuzco salió a la superficie.

–Santa mierda –maldijo Jundfhar–, huele como el infierno.

El resto de la cuadrilla se colocó las máscaras y bajaron a por los restos. Mientras, el capataz y un par de novatos sacaban el pequeño cuerpo envuelto en plásticos de la plataforma de carga del deslizador. Esperaron a que extrajeran el deforme cadáver de Thais antes de introducir al nuevo guardián.

–La gripe se está cargando a todos los señuelos –murmuró el capataz–. A todos.

–Mira su cara. Esta chiquilla hubiera sido una belleza si hubiese podido crecer–apuntó Jundfhar.

–Sí –el capataz evitó mirar el rostro de Thais–. Tienes toda la razón.

Haikus para el siglo XXI (I)

I

Cierran la noche
oscuros nubarrones;
traen el silencio.

II

Nanocódigos
vigilan mis creencias,
no mis lágrimas.

III

Un alma viene,
desciende de las alturas.
Habrá tormenta.

IV

El mar alienta
deseos de fugas vanas
hacia la espuma.