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out of niagara

Tontos (Cuento)

La lluvia caía con verdadera furia sobre la colina atestada de pequeños cadáveres, el agua se arremolinaba en torno a ellos y luego los arrastraba ladera abajo cuando socavaba la blanda tierra que los sostenía. Al pie de la suave elevación, Jonás observaba la escena desde la seca y confortable protección de su traje de presión. Las diminutas gotas de agua resbalaban por el visor del casco y distorsionaban la escena hasta hacerla parecer irreal, incolora, carente de sentido... Negras nubes cargadas de plomo liquido surcaban el cielo, confiriendo al paisaje el toque justo de pesimismo. Uno de los pequeños cuerpos rodó hasta tocar la redonda puntera de su bota. Jonás sintió un estremecimiento; el Jercha tenía los rasgos distorsionados por el dolor, el vientre podrido por los efectos del metabolizador que el equipo de terraformación había distribuido por la tenue atmósfera del planeta. Sintió un estremecimiento que le recorrió la columna vertebral, algo parecido al lento reptar de una babosa reumática. Los Jerchas despedían un desagradable y pertinaz olor. Jonás dio gracias al cielo por contar con filtros que protegían su pituitaria de aquella incómoda sensación. La lluvia arreció, e1 dios del trueno estampó su martillo contra las nubes y el cielo se iluminó haciendo que todo pareciera más blanco, más puro. Una bandada de pájaros-aguja levantó el vuelo desde el bosquecillo de pinos enanos que se encontraba a la izquierda. El trueno retumbó en los oídos de Jonás pese a los filtros auditivos de su plastificado yelmo. Es hora de irse, pensó. Dio la espalda al túmulo y apartó el cadáver de su camino, luego echó a andar a buen paso hacia el domo donde le esperaban sus compañeros. Sus botas levantaban pequeñas olas en los charcos, olas que se detenían por un momento en el aire y luego volvían a caer lentamente hacia el suelo, las gotas más pequeñas flotaban como pequeñas burbujas de jabón debido a la baja gravedad del planeta. Un grupo de ardillas-serpiente le observaba con curiosidad desde la vereda del desdibujado sendero. "¿Qué hemos hecho aquí?", se preguntó, "¿Sobrevivirán todos ellos cuando nos hayamos ido?" Katty creía que sí. Era la principal especialista en exogenética y sostenía que las especies cruzadas no tendrían problemas en adaptarse a la terraformación. Jonás levantó la vista y contempló la inmensa estructura del modificador de atmósfera que se levantaba en la lejanía, allí donde antes se había erigido el antiguo poblado Jercha. A la derecha del sendero, un enjambre de fertilizadores, como diminutos helicópteros de color verde, esparcían las semillas mutadas que cambiarían la fisiología de las plantas autóctonas para que no murieran en el proceso de aquel lavado de cara a escala planetaria.

Jonás llegó al domo. La cúpula plástica mostraba los efectos de la corrosión y de la lluvia ácida, algunas manchas parduzcas señalaban los asentamientos de líquenes y hongos que se habían adaptado hasta hacer del plástico el principal elemento de su metabolismo. Se extinguirían en cuanto los terrestres abandonaran el planeta, los componentes del modificador de atmósfera eran excesivamente metálicos. Penetró en la esclusa y oyó el familiar silbido del aire que se compensaba con la presión interior. Khalnikov le estaba esperando sentado en la mesa de reuniones con cara de pocos amigos, frotándose las espesas cejas con ambas manos. Mala señal, cuando el jefe de la expedición hacía aquel gesto significaba que iba a rodar alguna cabeza.

--Por fin has llegado.

--No estoy de servicio --masculló Jonás sentándose frente a él--, puedo emplear mi tiempo libre en lo que me plazca.

--Estás obsesionado con esos malditos Jerchas, Smithson me ha comunicado que a duras penas estás dentro de los márgenes permitidos de tensión.

--El loquero no es el más indicado para quejarse de mí, no soy yo el que aúlla por las noches y le grita a los fantasmas que quieren poseerle.

--Smithson sigue siendo el más cualificado para revisar nuestras reacciones.

Los dos hombres se miraron en silencio. Un sonido grave, un rumor de voces profundas como grutas sin fondo se alzó en el aire e hizo que todo el domo retumbara con un eco armónico. El sonido subía y bajaba siguiendo una hermosa escala, un canto de sirena alienígena compuesto de acordes que conmovían el corazón y el alma.

–Es la tribu del norte –comentó Jonás–, saben que les queda poco tiempo de vida. El túmulo de la tribu del este fue levantado esta mañana.

–Y tú has estado allí para verlo, ¿no? –Khalnikov resopló y adoptó un tono conciliador–: No podemos hacer nada. Necesitamos este planeta para nuestro pueblo. Ellos eran apenas unos millares, una raza de genética decadente abocada a la desaparición.

–Pero cantan, escriben, pintan cuadros que dejarían pasmado a Goya, a Picasso, a Babji-Rumiko, a... Componen obras musicales que dejarían a la altura de la mierda al propio Mozart... ¿Merece la pena? ¿Crees que un puñado de bárbaros humanos es más valioso que toda la cultura de los Jerchas?

–¿Bárbaros? –Khalnikov se levantó como un poseso y dio un puñetazo sobre la mesa mientras su cara enrojecía-- ¿Bárbaros? ¡Estás hablando de nuestra gente, joder!

Jonás aguantó los rayos de furia que despedían los ojos de su jefe, se incorporó y volvió a salir del domo escuchando tras él los gritos de Khalnikiv, sonidos soeces que enturbiaban la belleza del canto de muerte de los Jerchas.

Giró a la izquierda del sendero en dirección al norte. Cuando llegó a la aldea Jercha encontró a todos sus habitantes reunidos en la plaza, con las manos entrelazadas y los rostros vueltos hacia la lluvia. Se encomendaban a sus dioses, fueran cuales fueran. Jonás tuvo la visión de un dios loco y terrible que permitía que sus criaturas perecieran bajo las garras de una horda de salvajes con la habilidad de saltar entre las estrellas. Esperó hasta que los últimos ecos de aquel canto celestial se perdieron entre las palmeras enanas y los bosques de helechos peregrinos. Entonces algunos rostros se volvieron hacia él y le sonrieron. Son tontos, pensó Jonás, estúpidos descerebrados que se dejan masacrar sin oponer resistencia. Pero él los amaba, sentía verdadera pasión por su arte, por su sentido de la estética que iba más allá de la capacidad de crear obras maestras para alcanzar un estado que Jonás denominaba en su interior pálpito-de-belleza.

El jefe de la tribu se le acercó. Su pequeña cara de simio estaba casi podrida por costras purulentas y arrastraba uno de sus pies, carcomido por la cangrena. Sin embargo, sonreía.
El Jercha se plantó frente a Jonás y le hizo señas para que se agachara. Éste dobló las piernas hasta que el cristal de su casco estuvo frente al rostro del hombrecillo. Jonás le sonrió y el Jercha soltó una pequeña risita que se convirtió en una tos convulsiva, escupió flema azulada, se limpió la boca con el dorso de la mano y luego se encogió de hombros en un gesto típicamente humano. Se quedó mirando al terrestre, como esperando alguna reacción, y luego sacó un pergamino de una de las mangas de la tosca túnica que era su única vestimenta.
Jonás lo tomó en sus manos y lo desenrolló en silencio.

Era su retrato. Los Jerchas habían dibujado su cara ruda y llena de cicatrices, una especie de esbozo al carboncillo pero con textura oleosa que captaba cada mínimo gesto de sus rasgos atrapados dentro del plástico de su casco. Le habían bosquejado sollozando, y las lágrimas parecían resbalar por la superficie del primitivo lienzo. Jonás nunca había visto mezclar con tanta habilidad el impresionismo con una técnica figurativa tan real.

–Gracias –susurró, sabiendo que el Jercha no entendería sus palabras.

Tampoco entiendo yo su canto, se dijo.

Y comenzó a desnudarse. Se liberó de las piezas que componían su traje protector y las arrojó a un charco de agua rojiza. Sintió la quemadura del aire en los pulmones, y los eczemas que se alzaban en su piel al contacto con los reactivos ácidos de la atmósfera. Al poco empezó a toser, a expulsar bolos de sangre coagulada por las moléculas que ellos mismos habían liberado en el aire de los Jerchas. Luego tomó la mano de su retratista, se dirigió al grupo que todavía estaba muriendo en el centro de la plaza y aferró la mano de otro de ellos. Los Jerchas entendieron perfectamente lo que les pedía:

–Enseñadme a cantar, tontos –logró articular a pesar de la tos que cortaba en pedazos sus pulmones–, enseñadme a cantar...

1 comentario

severino -

Hubría sido maravilloso que todos hubiéramos aprendido a cantar en las praderas de Norteamérica, en las orillas del Amazona,en Vietnam, en Bosnia, en Irak. Hoy sería otra nuestra canción. Bien está que se sepa. Felicidades.