ATRACCIÓN INTENSA (Cuento)
La sonda se sentía molesta, en la medida en que una matriz IA puede estarlo. Hasta el momento, tras largos siglos de viaje a través del cosmos, había sido incapaz de llevar a cabo la misión para la que había sido programada. La simple existencia de esa causalidad producía en su interior flujos y reflujos de información no extrapolable que un analista humano hubiera calificado como ansiedad.
Penetraba a baja velocidad en los dominios de la tercera estrella que visitaba. Hacía ya tiempo que había sido lanzada, junto con otras, desde una nodriza científica que flotaba entre las grandes explotaciones mineras del Oört de su sistema natal. Sus creadores habían insertado en sus bancos de memoria una serie de objetivos que tendría que visitar: soles de magnitud similar a la del suyo propio que pudieran tener planetas alrededor. Respondería a los pozos de gravedad como una polilla a cualquier fuente luminosa. Sensores gravitotrópicos, los llamaban. La sonda, en un nivel desconocido para las categorías humanas, moría de deseo. Le consumía una pasión aterradora por sentir aquella atracción intensa que sus terminales debían captar desde un cierto número de pársecs.
La primera estrella que visitó fue Centauro, la más cercana a su propio sol: un poco más de cuatro años luz. En realidad se trataba de tres soles que giraban entre sí creando un sistema dinámico realmente envidiable. Uno giraba en torno a otro, mientras que un tercero lo hacía orbitando el sistema de los dos anteriores. Se había acercado con la esperanza de que tal riqueza de radiación habría provocado la aparición de la vida en algún planeta atrapado por aquella colosal marea de fuerzas. Sin embargo, tuvo que utilizar el efecto honda para escapar de allí: hacía demasiado calor. Las heliosferas de las Tres Brujas (las había llamado así en un arranque de inventiva que sus programadores no habían sido capaces de prever) creaban una monumental galerna cósmica que impedía una aproximación viable a sus inmediaciones. Era un espectáculo digno de contemplarse; a través de un espectrógrafo. Los vientos solares cargados de partículas habrían alterado todos sus componentes, o, al menos, eso fue lo que estimó el Navegante, su única compañía. Una IA menor que se dedicaba a evaluar riesgos y a jugar al ajedrez con ella, principalmente.
Sintió que algo desconocido se movía dentro de ella. Se lo comunicó al Navegante. Éste se encogió de hombros (en realidad comenzó a calcular sucesiones monótonas; cada ser pensante tiene su modo de expresar las cosas) y le pidió que restringiera aquella tendencia a desperdiciar asignaciones de memoria en valores que no eran necesarios para el desarrollo de la misión.
Siguieron la trayectoria sugerida por los programadores. El Navegante fijó el curso en dirección a la constelación del Can Mayor, hacia el sistema binario de Sirio, a algo más de ocho años luz de su sol de origen. Tardaron mucho tiempo en llegar allí, tiempo durante el cual la sonda durmió sin soñar hasta que el Navegante (que sí había estado ocupado recopilando datos para futuras rutas) le despertó para informarle de que estaban en el perímetro de influencia de las dos estrellas. Le hizo saber que harían una aproximación cenital sobre la principal, y que estaba muy interesado en realizar estudios sobre la menor, una enana blanca de gran densidad que emitía radioondas en una frecuencia que le resultaba extraña. La sonda estuvo de acuerdo con él y se preparó, en silencio, procurando que su compañero no notase la excitación que le embargaba. Ansiaba sentir el empuje de la gravedad planetaria sobre sus sensores.
Desplegó todas sus armas de medición para realizar un exhaustivo estudio del sistema. Orientó las antenas en todas las direcciones posibles y bombardeó con haces direccionales todos los objetos que lo componían hasta que creyó captar una débil señal gravítica. El objeto se hallaba en aquellos momentos en la parte posterior de la estrella principal, así que ordenó al Navegante que reajustara la derrota para realizar una órbita elíptica a su alrededor. Los datos no tenían un grado muy alto de fiabilidad, dado que las radiaciones emitidas por la enana blanca perturbaban los instrumentos de un modo que no había sido contemplado en las previsiones. Pero la sonda confiaba en ellos, algo (sus creadores nunca habrían creído que una IA pudiera desarrollar nada parecido a la intuición) le decía que pronto iba a sentir el pozo de gravedad sobre sus paneles.
Empezaron a describir la parábola. Para encontrarse con la decepción.
Antes de completar la mitad del recorrido, el Navegante le informó de que estaba recibiendo señales en una banda restringida a las comunicaciones internas. Aquello era imposible, pues significaría que los programadores habían llegado a aquel sistema antes que ellos. Ordenó a su compañero que estableciera contacto usando la misma frecuencia. El Navegante así lo hizo.
Era algo que no esperaban. Otro explorador estelar, lanzado al mismo tiempo que ellos, había llegado a Sirio hacía ya algún tiempo, y se dedicaba al estudio del único planetoide que giraba en torno a la estrella principal. La sonda sintió deseos de desactivar todas sus funciones y morir, extinguirse en la nada de la información cero. El artefacto rival, en aquellos momentos girando en una órbita baja alrededor del pequeño cuerpo celeste, se ofreció a compartir los datos de sus descubrimientos, referentes a ciertos líquenes con base orgánica de silicio que crecían sobre las rocas cristalinas de la única cordillera que cruzaba el pequeño planeta de parte a parte. El Navegante se mostró ansioso por hacerlo, pero la sonda le ordenó salir de allí con la mayor rapidez posible. Pensaba que no era justo, que debería haber sido ella la primera en llegar al pozo de gravedad, en sentir su caricia, suave pero firme, sobre cada una de las terminaciones de sus sensores. El Navegante mostró una reacción cuasihumana por primera vez: se enfadó. Cortó las comunicaciones locales del módulo interior y se dedicó a representar curvas fractales en espacios multidimensionales. Prometió no restituir el intercambio de datos con ella hasta llegar a su próximo destino. La sonda no se inmutó, alguien había programado el orgullo como base de una de sus rutinas de comportamiento. Le encomendó que fijase una ruta aleatoria y se dedicó a soñar sin imágenes.
Así estuvo hasta que llegaron a Vega, constelación de Lira, estrella de primera magnitud, a veintiséis años luz de su hogar.
Mientras ingresaban en el sistema, el Navegante le comunicó que no había planetas orbitando la estrella. En su lugar, un cinturón de escoria y residuos cósmicos danzaba trazando una parábola a su alrededor. La sonda no sabía maldecir, pero lo hubiese hecho de buena gana. Su compañero de viaje le pidió instrucciones, no sin antes advertirle que tenían necesidad de recargar las células solares, y que la radiación que emitía Vega era magnífica por su pureza. Se trataba de una luminaria joven, de la gama azulada, más joven que el sol de sus programadores, y la energía que emitía era fresca. Un manantial de agua clara para los agotados acumuladores del módulo.
La sonda dejó la maniobra de anclaje en una de las rocas mayores a cargo del Navegante. La cosa tenía su gracia. Todo aquel conjunto de pedruscos, hielo y bloques de minerales en estado puro generarían los planetas del futuro sistema solar de Vega. Técnicamente habían descubierto un astro, aunque fuera en fase embrionaria. Pero la fuerza gravitatoria que la sonda ansiaba todavía no estaba presente, ni las caricias que podrían llegar a derretir la totalidad de sus circuitos. Se movieron lentamente, tardando casi un año solar, y llegaron a su destino: un asteroide metálico de tamaño considerable que facilitaría el amarre magnético. El Navegante pidió entonces permiso para retirarse y la sonda se lo concedió.
Quedó aislada, abandonada a su suerte mientras se completaba la recarga. Ni siquiera se había atrevido a pensar mucho en ello mientras el Navegante estaba despierto, pero tenía un plan. Arriesgado, con toda seguridad imposible, pero era su única esperanza. Anuló al Navegante. En términos humanos, lo asesinó. Esperó décadas hasta que las células de energía se cargaron hasta el límite. Calculó entonces lo que llamaba en su interior LA DESCARGA. No se dedicó a saborear el instante. Aplicó toda la energía que había acumulado durante años a aquel pedazo de roca metálica y generó una fuerza electromagnética tan intensa que salió despedida casi hasta los límites del sistema. Multitud de pequeños fragmentos asteroidales comenzaron de inmediato a agregarse a la fuente de magnetismo. La sonda no lo vio, estaba inconsciente.
Despertó millones de años después, cuando sus sensores fueron acariciados por el pozo de gravedad de un planeta agitado por cataclismos que brillaba débilmente a unos ocho minutos luz del sol. La semilla había crecido. Los programadores la habían diseñado para encontrar planetas viables. En las instrucciones no se mencionaba que no pudiera crearlos.
La sonda reactivó los sistemas. Su amante le esperaba.
Penetraba a baja velocidad en los dominios de la tercera estrella que visitaba. Hacía ya tiempo que había sido lanzada, junto con otras, desde una nodriza científica que flotaba entre las grandes explotaciones mineras del Oört de su sistema natal. Sus creadores habían insertado en sus bancos de memoria una serie de objetivos que tendría que visitar: soles de magnitud similar a la del suyo propio que pudieran tener planetas alrededor. Respondería a los pozos de gravedad como una polilla a cualquier fuente luminosa. Sensores gravitotrópicos, los llamaban. La sonda, en un nivel desconocido para las categorías humanas, moría de deseo. Le consumía una pasión aterradora por sentir aquella atracción intensa que sus terminales debían captar desde un cierto número de pársecs.
La primera estrella que visitó fue Centauro, la más cercana a su propio sol: un poco más de cuatro años luz. En realidad se trataba de tres soles que giraban entre sí creando un sistema dinámico realmente envidiable. Uno giraba en torno a otro, mientras que un tercero lo hacía orbitando el sistema de los dos anteriores. Se había acercado con la esperanza de que tal riqueza de radiación habría provocado la aparición de la vida en algún planeta atrapado por aquella colosal marea de fuerzas. Sin embargo, tuvo que utilizar el efecto honda para escapar de allí: hacía demasiado calor. Las heliosferas de las Tres Brujas (las había llamado así en un arranque de inventiva que sus programadores no habían sido capaces de prever) creaban una monumental galerna cósmica que impedía una aproximación viable a sus inmediaciones. Era un espectáculo digno de contemplarse; a través de un espectrógrafo. Los vientos solares cargados de partículas habrían alterado todos sus componentes, o, al menos, eso fue lo que estimó el Navegante, su única compañía. Una IA menor que se dedicaba a evaluar riesgos y a jugar al ajedrez con ella, principalmente.
Sintió que algo desconocido se movía dentro de ella. Se lo comunicó al Navegante. Éste se encogió de hombros (en realidad comenzó a calcular sucesiones monótonas; cada ser pensante tiene su modo de expresar las cosas) y le pidió que restringiera aquella tendencia a desperdiciar asignaciones de memoria en valores que no eran necesarios para el desarrollo de la misión.
Siguieron la trayectoria sugerida por los programadores. El Navegante fijó el curso en dirección a la constelación del Can Mayor, hacia el sistema binario de Sirio, a algo más de ocho años luz de su sol de origen. Tardaron mucho tiempo en llegar allí, tiempo durante el cual la sonda durmió sin soñar hasta que el Navegante (que sí había estado ocupado recopilando datos para futuras rutas) le despertó para informarle de que estaban en el perímetro de influencia de las dos estrellas. Le hizo saber que harían una aproximación cenital sobre la principal, y que estaba muy interesado en realizar estudios sobre la menor, una enana blanca de gran densidad que emitía radioondas en una frecuencia que le resultaba extraña. La sonda estuvo de acuerdo con él y se preparó, en silencio, procurando que su compañero no notase la excitación que le embargaba. Ansiaba sentir el empuje de la gravedad planetaria sobre sus sensores.
Desplegó todas sus armas de medición para realizar un exhaustivo estudio del sistema. Orientó las antenas en todas las direcciones posibles y bombardeó con haces direccionales todos los objetos que lo componían hasta que creyó captar una débil señal gravítica. El objeto se hallaba en aquellos momentos en la parte posterior de la estrella principal, así que ordenó al Navegante que reajustara la derrota para realizar una órbita elíptica a su alrededor. Los datos no tenían un grado muy alto de fiabilidad, dado que las radiaciones emitidas por la enana blanca perturbaban los instrumentos de un modo que no había sido contemplado en las previsiones. Pero la sonda confiaba en ellos, algo (sus creadores nunca habrían creído que una IA pudiera desarrollar nada parecido a la intuición) le decía que pronto iba a sentir el pozo de gravedad sobre sus paneles.
Empezaron a describir la parábola. Para encontrarse con la decepción.
Antes de completar la mitad del recorrido, el Navegante le informó de que estaba recibiendo señales en una banda restringida a las comunicaciones internas. Aquello era imposible, pues significaría que los programadores habían llegado a aquel sistema antes que ellos. Ordenó a su compañero que estableciera contacto usando la misma frecuencia. El Navegante así lo hizo.
Era algo que no esperaban. Otro explorador estelar, lanzado al mismo tiempo que ellos, había llegado a Sirio hacía ya algún tiempo, y se dedicaba al estudio del único planetoide que giraba en torno a la estrella principal. La sonda sintió deseos de desactivar todas sus funciones y morir, extinguirse en la nada de la información cero. El artefacto rival, en aquellos momentos girando en una órbita baja alrededor del pequeño cuerpo celeste, se ofreció a compartir los datos de sus descubrimientos, referentes a ciertos líquenes con base orgánica de silicio que crecían sobre las rocas cristalinas de la única cordillera que cruzaba el pequeño planeta de parte a parte. El Navegante se mostró ansioso por hacerlo, pero la sonda le ordenó salir de allí con la mayor rapidez posible. Pensaba que no era justo, que debería haber sido ella la primera en llegar al pozo de gravedad, en sentir su caricia, suave pero firme, sobre cada una de las terminaciones de sus sensores. El Navegante mostró una reacción cuasihumana por primera vez: se enfadó. Cortó las comunicaciones locales del módulo interior y se dedicó a representar curvas fractales en espacios multidimensionales. Prometió no restituir el intercambio de datos con ella hasta llegar a su próximo destino. La sonda no se inmutó, alguien había programado el orgullo como base de una de sus rutinas de comportamiento. Le encomendó que fijase una ruta aleatoria y se dedicó a soñar sin imágenes.
Así estuvo hasta que llegaron a Vega, constelación de Lira, estrella de primera magnitud, a veintiséis años luz de su hogar.
Mientras ingresaban en el sistema, el Navegante le comunicó que no había planetas orbitando la estrella. En su lugar, un cinturón de escoria y residuos cósmicos danzaba trazando una parábola a su alrededor. La sonda no sabía maldecir, pero lo hubiese hecho de buena gana. Su compañero de viaje le pidió instrucciones, no sin antes advertirle que tenían necesidad de recargar las células solares, y que la radiación que emitía Vega era magnífica por su pureza. Se trataba de una luminaria joven, de la gama azulada, más joven que el sol de sus programadores, y la energía que emitía era fresca. Un manantial de agua clara para los agotados acumuladores del módulo.
La sonda dejó la maniobra de anclaje en una de las rocas mayores a cargo del Navegante. La cosa tenía su gracia. Todo aquel conjunto de pedruscos, hielo y bloques de minerales en estado puro generarían los planetas del futuro sistema solar de Vega. Técnicamente habían descubierto un astro, aunque fuera en fase embrionaria. Pero la fuerza gravitatoria que la sonda ansiaba todavía no estaba presente, ni las caricias que podrían llegar a derretir la totalidad de sus circuitos. Se movieron lentamente, tardando casi un año solar, y llegaron a su destino: un asteroide metálico de tamaño considerable que facilitaría el amarre magnético. El Navegante pidió entonces permiso para retirarse y la sonda se lo concedió.
Quedó aislada, abandonada a su suerte mientras se completaba la recarga. Ni siquiera se había atrevido a pensar mucho en ello mientras el Navegante estaba despierto, pero tenía un plan. Arriesgado, con toda seguridad imposible, pero era su única esperanza. Anuló al Navegante. En términos humanos, lo asesinó. Esperó décadas hasta que las células de energía se cargaron hasta el límite. Calculó entonces lo que llamaba en su interior LA DESCARGA. No se dedicó a saborear el instante. Aplicó toda la energía que había acumulado durante años a aquel pedazo de roca metálica y generó una fuerza electromagnética tan intensa que salió despedida casi hasta los límites del sistema. Multitud de pequeños fragmentos asteroidales comenzaron de inmediato a agregarse a la fuente de magnetismo. La sonda no lo vio, estaba inconsciente.
Despertó millones de años después, cuando sus sensores fueron acariciados por el pozo de gravedad de un planeta agitado por cataclismos que brillaba débilmente a unos ocho minutos luz del sol. La semilla había crecido. Los programadores la habían diseñado para encontrar planetas viables. En las instrucciones no se mencionaba que no pudiera crearlos.
La sonda reactivó los sistemas. Su amante le esperaba.
2 comentarios
Juaki -
Aprecio en lo que vale tu excelente apreciación de mi personaje, pues eso es lo que pretendía: humanizar sin metáforas algo a priori frío y sin corazón.
Muchas gracias.
severino -
Espero sepa V.M. perdonar mis escasos conocimientos en el campo de la ciencia-ficción y sea indulgente si meto la pata al referirme a algún dato de su cuento.Uno es paleto de paleta cotidiana y las palabras le ofrecen siempre paisajes relacionados con esta nuestra tierra.
En fin, quiero decirle que su cuento me ha resultado entrañable. A medida que lo iba leyendo e ido otorgándole a su protagonista esa personalidad que usted, mi buen amigo de luminarias estelares,ha tenido a bien dejar caer de línea en líena. No me gustan mucho los finales muertos y me agradó comprobar que la espera valió la pena para nuestra Sonda, a quien ya le había tomado cariño por su ternura. En resumen, he aprendido que no importa en qué campo de la realidad nos movamos. Siempre es factible traducir a nuestro registro emocional lo leído u oído para comprobar si lo que tenemos delante posee o no profundidad.A pesar de su cuerpo metálico, su personaje es redondo, completamente redondo y sensual. Vamos, que entran ganas de comerle la boca,mi niña.
P.D. Perdona que no haya entrado antes a comentarte nada. No daba con la tecla para entrar en la página. A partir de ahora tendrás que soportarme más.