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out of niagara

El bautismo de Gaia

El agua deslizándose por los cristales, en forma de pequeñas gotas huidizas que siguen patrones sólo predecibles por las matemáticas de Caos. Un contrapunto de gris plomizo en el horizonte, algodonoso o uniforme, depende de la borrasca que empuje al firmamento. Es la estación de las lluvias.

La ciudad huele a limpio cuando está recién bañada, como un niño pequeño tras la ablución diaria. Las calles son menos tristes, y los árboles respiran con fuerza en nuestros rostros. Crecen arroyuelos por las esquinas, que arrastran hojas anémicas, barcos improvisados para hormigas errabundas.

Y los niños saltan charcos, porque son niños. Sus madres, preocupadas por los virus y bacterias que campan a sus anchas en el húmedo ambiente, corretean tras ellos, increpándoles, cogiéndoles en volandas cada vez que sus cortas piernas dan un brinco en dirección a esa diminuta superficie de agua. En realidad, sienten envidia, porque una vez fueron como ellos. En la mirada de los infantes habitan sueños, y no cuesta imaginar que se creen piratas, mandoble en mano, afianzados a las jarcias, escudriñando el horizonte en busca de un barco inglés al que asaltar…

Llega la bendición de las tormentas, la única señal que nos queda de que, en verdad, seguimos vivos.

2 comentarios

anónimo -

La bendición de las tormentas?
O más bien la inquietud de los resplandores?

severino -

sí, por fin las lluvias.Lo malo es que es difícil volverse lo suficientemente niño como para corretear con ella.
Oye,¿no crees que te has pasado un pelín con mi enlace?